Recientemente se han cumplido ochenta años desde que la primera aeronave aterrizara en el aeropuerto de Sevilla. Fue el 11 de julio de 1933 cuando el célebre Graff Zepellin estrenó el pavimento de San Pablo con 18 pasajeros a bordo, la mayoría de ellos alemanes, que fueron recibidos por un comité de bienvenida entre los sones musicales de una orquestina. Hasta ese momento, los aviones habían operado en Tablada, en una parcela de 240.000 metros cuadrados que había sido cedida por el Ayuntamiento al ejército y que inicialmente fue utilizada para exhibiciones aéreas. Sin embargo, con el paso del tiempo fue también un centro de formación de pilotos y observadores, y un vértice de líneas comerciales que unían a la capital hispalense con Madrid, Larache (Marruecos), Lisboa, Barcelona, Berlín y Canarias.
Durante la Guerra Civil, Sevilla se convirtió en un punto estratégico para el desembarco de las tropas africanas y una vez finalizada la contienda, el turismo pasó a ser la razón de ser del aeropuerto. Así, entre los años cuarenta y cincuenta se amplió el número de pistas y se construyó una terminal y una torre de control para dar cabida a la creciente demanda, en unos tiempos en los que un billete peninsular costaba alrededor de 300 pesetas, mientras que uno insular alcanzaba las mil pesetas. En cualquier caso, la gran renovación de las instalaciones se produjo con motivo de la Exposición Universal de 1992, ya que las obras cambiaron su aspecto y su funcionamiento por completo.
Desde entonces a esta parte, el aeropuerto apenas ha sido modernizado, pero ha mantenido una actividad notable. Buena prueba de ello es que actualmente da servicio a una media de 4,3 millones de usuarios al año, supervisa casi 50.000 vuelos y trabaja con quince compañías que ofrecen 40 destinos nacionales e internacionales. En términos absolutos, San Pablo ha visto aterrizar a 86 millones de pasajeros durante sus 80 años de existencia y da trabajo a 2.400 personas, cifras que dejan a las claras su relevancia para la economía sevillana.
Una de las formas más rápidas de apreciar el brillo de Sevilla es recorrer la calle Betis y dejar que nuestros ojos miren en todas las direcciones, pues apunten donde apunten siempre encontrarán algo admirable. Lo primero que llama la atención es la proximidad del Guadalquivir, que discurre de forma paralela a un palmo de terreno, de ahí que la vía tomara prestado el antiguo nombre del río (Betis, para los romanos). Asimismo, sin necesidad de fruncir el ceño, desde esta ubicación podemos divisar dos hermosos puentes (el de Isabel II y el de San Telmo), la Torre del Oro en su esplendor e incluso la preponderancia de la Giralda sobre el cielo hispalense.
Con el permiso de la Catedral, la iglesia del Salvador es la más grande que hay en Sevilla. Ubicada en la plaza que lleva su nombre, empezó a construirse en 1674 sobre las ruinas de la Mezquita Mayor (que a su vez antes había sido un templo visigodo) y uno podría preguntarse por qué este antiguo edificio árabe estuvo tanto tiempo en pie si Fernando III reconquistó la ciudad en 1248. La explicación reside en que, tras un periodo en el que se permitió a los musulmanes practicar su religión allí, los cristianos, que admiraban su belleza, decidieron adaptar el santuario a sus creencias y lo convirtieron en parroquia. Tanto es así que se le otorgó la distinción de colegiata, por lo que tenía su propio cabildo.
¿Sevilla es especial porque siempre estuvo conectada al mundo? ¿O siempre estuvo conectada al mundo porque es especial? Responder a esta pregunta es tan difícil como resolver el enigma de qué existió primero, el huevo o la gallina. Lo que está fuera de toda duda es que desde tiempos inmemoriales la humanidad se ha afanado en llegar a Sevilla, primero a través de la Vía Augusta, posteriormente explotando la navegabilidad del río Guadalquivir y así hasta llegar a los tiempos de las autopistas, los aeropuertos y demás. Hoy, no obstante, nos detendremos principalmente en el AVE, que fue inaugurado el 21 de abril de 1992 con motivo de la Exposición Universal.
El 17 de julio de 1936 comenzó un alzamiento militar en España para poner fin a la II República. Entre los golpistas se encontraba Francisco Franco, aunque en aquel momento quien llevaba la voz cantante era el general Mola. Su objetivo era apoderarse de las grandes ciudades con celeridad y a partir de ahí extenderse hacia el resto del país, pero se encontraron con más problemas de los esperados. De hecho, en un primer momento fracasaron en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Málaga y Murcia… pero triunfaron en Sevilla. De no haber caído la capital hispalense tan rápidamente, quizás y sólo quizás el curso de los acontecimientos habría sido diferente, ya que nuestra tierra hizo las veces de centro de operaciones para el sur de España gracias a su posición estratégica.
Lo prometido es deuda. Hoy hablaremos del Palacio Central, uno de los primeros cines que se instalaron en Sevilla tras la guerra civil. El edificio ya tenía una dilatada experiencia a sus espaldas en el mundo del espectáculo puesto que durante varios siglos hizo las veces de teatro, primero bajo el nombre de Teatro Principal y posteriormente como salón Kursaal. No obstante, llegó un momento (1941) en el que el escenario de madera fue sustituido por una gran pantalla y el inmueble, que previamente había sido reformado a fondo por los arquitectos Suárez Garmendia y Balbino Marrón, se convirtió en una ‘franquicia’ del séptimo arte.

Retomamos nuestro recorrido histórico por el callejero de Sevilla haciendo una parada en O’Donnell. Antiguamente se llamaba calle de la Muela y reunía al gremio de los sombrereros en unos tiempos en los que casi todo el mundo llevaba algo en la cabeza. Con el tiempo también se convirtió en el foco del espectáculo, ya que en sus locales se instalaron los principales teatros de la ciudad, como por ejemplo el Gran Kursa o el inolvidable Café París, y también los cines más vanguardistas, como es el caso del Palacio Central, del que hablaremos detenidamente en el siguiente artículo.