El puente de piedra que nunca existió

Tan cierto es que Sevilla no sería lo que es sin el Guadalquivir, como que el río ocasionó grandes quebraderos de cabeza a los antiguos regidores, ya que durante siglos fue imposible construir un paso firme entre las dos orillas. Y en este sentido, hay un dato que lo dice todo: desde la inauguración del puente de barcas en 1171 hasta que se levantó el puente de Triana en 1852, no se produjo ningún avance significativo en este terreno. Es decir, durante casi siete siglos, todo el tránsito dependió de una infraestructura de madera que se averiaba constantemente y era incapaz de soportar las crecidas del Guadalquivir.  

Entre medias sólo hubo un proyecto sólido para atajar el problema, aunque quedó en papel mojado. Nos referimos a las gestiones que realizó en 1586 Juan Hurtado de Mendoza, conde de Orgaz y Asistente de Sevilla, quien le trasladó al Rey Felipe II la necesidad de edificar un puente de piedra en lo que hoy es Chapina, obteniendo la callada por respuesta. El problema se agravó más si cabe en 1629, conocido en Sevilla como el “el año del diluvio”, cuyas lluvias se llevaron por delante numerosas viviendas, al margen de dejar las comunicaciones en paños menores.

Por este motivo, los planos volvieron a ser rescatados y presentados nuevamente en la corte, donde Sevilla contaba con un influyente aliado: Gaspar de Guzmán (conde-duque de Olivares). En esta ocasión sí se dio luz verde a la obra, aunque estipulando de antemano que todos los costes volverían a las arcas reales en forma de nuevos impuestos. Éstos iban a gravar tanto el tránsito de animales como el transporte de alimentos. Dichas condiciones llegaron a oídos de los sevillanos, generando un rechazo popular tan grande, que aquel puente de piedra que iba a tener 25 arcos y unos 450 metros de longitud nunca se llegó a construir. 

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