La necrópolis de Carmona

Cuando se iniciaron unas obras en un camino de Carmona allá por el año 1868, nada hacía presagiar que los trabajadores se toparían con una necrópolis romana. Es más, durante un tiempo, el hallazgo pasó desapercibido para las instituciones, de ahí que anticuarios y coleccionistas saquearan el lugar sin ningún control. Afortunadamente, en 1881 se puso freno al expolio gracias a la intervención del historiador Juan Fernández López y al arqueólogo inglés George Edward Bonsor, conocido en nuestro país como Jorge Bonsor. Ambos certificaron el hallazgo de una necrópolis de la época del emperador Claudio y, con el respaldo económico de Luis Reyes, compraron los terrenos e iniciaron unas excavaciones científicas. Así se gestó la Sociedad Arqueológica de Carmona, que en 1887 ya abrió el primer museo de sitio de España.

Cronológicamente situado entre el siglo I antes de Cristo y el II de nuestra era, el yacimiento es, en esencia, un cementerio de grandes dimensiones. Allí mismo se incineraban a los muertos, y, posteriormente, se enterraban sus cenizas en unas pequeñas urnas. En función de la capacidad económica de cada familia, los recipientes eran de mayor o menor calidad, aunque el tamaño no variaba demasiado. Donde sí había diferencias importantes era en las tumbas. Todas estaban bajo tierra, pero, mientras algunas de ellas incorporaban escaleras y puertas, a otras sólo se podía acceder por unos agujeros irregulares. Cabe reseñar, además, que los romanos solían ser enterrados con algunas de sus pertenencias materiales y que algunos de ellos pedían que sus tumbas incluyeran un dibujo de su rostro para ser recordados.

En la necrópolis de Carmona sobresalen tres tumbas por encima de las demás: la del Elefante, la de Servilia y la Circular. La primera se llama así porque en su interior se halló una estatua de este animal, de ahí que los historiadores sospechen que fuese empleada como santuario. La segunda hace referencia a la aparición de la efigie de una mujer con la cabeza cortada, aunque conviene aclarar que Servilia no era el nombre de ella, sino el apellido de su acomodada familia. La tercera acuñó esa denominación por su forma y aparenta ser de grandes dimensiones, aunque, una vez dentro, la percepción cambia. 

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