Desde el mismo día de su implantación, hace ya más de un siglo, los palcos y sillas de la Semana Santa de Sevilla han generado muchísima polémica. Sus detractores sostienen que tienen un cariz eminentemente clasista, y dividen a la ciudadanía en cofrades de primera y segunda división, con el acicate de que el privilegio de ver los pasos en puntos estratégicos de la ciudad de manera cómoda se puede heredar de generación en generación, por lo que el formar parte de este grupo es una misión casi imposible. Decimos casi porque hay una lista de espera para conseguir una plaza libre, si bien ésta es interminable y hay que esperar años para ver cumplido el deseo.
Y todo ello, pese a la expansión que ha experimentado la zona privada en los últimos tiempos, hasta el punto de que hoy día el Consejo de Cofradías gestiona nada más y nada menos que 34.500 sillas. Una elevada cifra que, para que nos hagamos una idea, equivale a la afluencia de público al Benito Villamarín o al Ramón Sánchez Pizjuán en un partido de cierto interés. Las sillas ocupan tal espacio (Campana, Sierpes, Avenida de la Constitución, Plaza Virgen de los Reyes y Plaza de San Francisco), que la carrera oficial pasa a ser una especie de búnker inaccesible para el público en general.
Esto tiene sus inconvenientes (tapones, aglomeraciones en zonas colindantes, comercios que quedan aislados…) y también sus ventajas, todo hay que decirlo. No en vano, los defensores de esta medida argumentan que, sin una zona acotada, el desorden se apoderaría del centro histórico, las cofradías tendrían más problemas para organizarse, la retransmisión televisiva sería más dificultosa y se perdería una fuente de ingresos muy importante (la recaudación total supera los cuatro millones de euros), etcétera. El Ayuntamiento de Sevilla, que cedió la explotación de la carrera oficial al Consejo de Hermandades en 1979, se encuentra entre dos aguas. O mejor dicho, entre tres, puesto que la moda de las sillas plegables en el resto de calles también se está extendiendo y no está dejando a nadie indiferente. El debate está servido.