Los buenos días de Manuela.

Buenos días, amigos de Sevilla.
Buenos días, de Feria mojada.

Decían los antiguos que una Feria mojada por la lluvia era señal de bonanza.

Y sería así en los inicios de la Feria de abril.

Feria del ganado, que se traía de los campos, se embellecía a fuerza de cepillo basto, se le limpiaban los dientes, se les daba lustre a las ubres de las vacas, hasta dejarlas rositas como el culito de un bebé, se disimula en lo posible la edad de la mercancía…
Y se exponía a la vista del comprador.

Yo ya no sé contar hasta los años que tengo.
Deben ser muchos porque recuerdo haber ido con mi padre a la feria del ganao.
A la del Prado de San Sebastian, ¡no!
¡Tantos años seguro que no tengo!

He ido a la feria del ganao que estaba donde ahora está construido el barrio de Los Remedios.

Para que os situéis, sólo estaban construidos lo que se llamó muchos años Los Remedios viejos.
Accediendo desde Sevilla a la otra margen del río, por el puente, se llegaba a un gran descampado.
A la derecha calle Betis, y el resto hasta llegar a Niebla, todo era campo.

Pues, allí, en toda esa extensión se ponía la feria.

Era un espectáculo y una fiesta para los ojos ver tanto ganao junto.
Lo que no me resultaba agradable era el olor.
Algunos trozos estaban cubiertos de pajas o pajizo, pero los excrementos despedían un olor muy fuerte, nauseabundo.
Los días de calor, el olor era insoportable. Y las moscas, también.
Por eso creo que decían que la feria mojada era señal de bonanza.
Sobre todo de bonanza económica.

La lluvia mitigaba los olores, limpiaba el pelaje de los animales y favorecía la transacción económica.
O sea, los tratos.
Y allí estaban los que vendían, los que compraban, y los tratantes.

“Este burro me gusta, ¿cuánto?
-Cien duros.
-Me lo llevo.”

Uno daba los cien duros y el otro entregaba el burro con la guía, que era la documentación que estaba al uso.
Se estrechaban la mano en señal de trato.
No había nada más. No había papeles que firmar. Estrechar la mano era palabra de hombre de ley y ahí quedaba todo.

El que tenía más ganao que vender se quedaba allí a la espera de otro cliente y el que tenía más dinero que invertir, daba vueltas y vueltas buscando lo que le interesara.

“ – ¿Cuánto vale este caballo?
– Doce mil reales.
– ¡Eso no puede ser, hombre! Este caballo no vale ni seis mil reales.
– Pos de once no bajo
– Pos yo sólo llego a siete.
– Que sí
– Que no.”

Y al final el caballo se vendía por unos diez mil reales.

Yo no entendía nada.
Allí se hablaba de duros y de reales.
Yo sólo conocía la peseta, o la gorda o la chica que me daban para comprar chucherías.
Pero aquello me resultaba divertido.

Me gustan mucho los animales, no me daba miedo corretear entre ellos, y a veces hasta me dejaban subir a lomos de un burro.

Yo era muy delgadilla y muy negruzca.
Tanto que, cariñosamente, mi madre me llamaba “cañita de carbón”.
Me vestía siempre con unos vestiditos blanco impolutos, supongo que para contrastar con el moreno de mi piel.

Cuando mi padre me veía a lomos de un burro mojado y sucio, se echaba a las manos a la cabeza:
“ -Pero hombre, ¿cómo ha dejado usted que la niña se monte en el burro?
La expresión era montarse en el burro
– “Ay! ay! ¡cuándo su madre la vea llegar tan sucia!
– Pero, ¡señó Manué! ¡Si la chiquiya ha querío montarse!”

¡Y buena era la chiquilla!
Mi padre aunque parecía enfadado, no lo estaba.
Él me quería mucho, y yo sentía adoración por él.

¡O sea, que seguía en lo alto del burro!

Cuando llegaba un tratante y lo compraba me tenía que bajar, o decía que me quería ir con el burro.
Mi padre me quería, pero a tanto no llegaba su cariño.

Yo no protestaba, porque sabía que él quería que fuera obediente, pero, sobre todo, porque esperaba otra oportunidad de montarme a lomos de.

Esa es la feria de abril del ganado que tuve la suerte de conocer y de vivir.
Yo no sé cómo se compra y se vende el ganado ahora.
Tampoco me interesa mucho porque ya no estoy en edad de montar a lomos de un burro o de un caballo.
Pero estoy segura que no puede ser tan divertido.

¡Qué pena me da que un niño no sepa la diferencia entre un burro, un mulo o un caballo!

¡Qué suerte tuve de conocer esas ferias bendecidas por la lluvia!

Hoy, es otra historia.
Puede que la lluvia haya deslucido sus últimos días.

Pero a mí me ha servido para recordar esos años felices de mi niñez.

Buenos días, amigos de Sevilla.
Buenos, y de feria mojada.

 

Manuela Sosa Martin

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