Los buenos días de Manuela.

Buenos días, amigos de Sevilla.
Buenos días de Domingo de Ramos.
Empezó abril.
Empezó abril a la par que la Semana Santa.

¡Ya está la primera en La Campana!
Es el grito de guerra habitual del comienzo de las procesiones.

Lo recuerdo desde que era una niña.
Yo vivía en Placentines – allí nací- esquina con Alemanes.
La Giralda era mi vecina más cercana. Sus campanas mi música de cabecera.
Y, ¡mira si sería niña!, que cuando decían: “Ya está la primera en La Campana”, yo miraba al campanario de mi Giralda.
Las hay niñas. Las hay inocentes. Y yo era las dos cosas.

Nunca me atreví a preguntarlo por temor a hacer el ridículo. Yo seguía mirando con la esperanza de ver algo distinto.
No. Allí estaban las campanas de siempre. La mayor y sus hijas.
Nada había cambiado, pero la primera ya estaba en La Campana.

Ahora lo comprendo y me río. Ahora lo comprendo y me da pena. Prefiero mi inocencia y mi ignorancia de entonces.
Ahora sigo con la misma ilusión. Eso no se pierde con los años. Yo no lo he perdido.
Y espero que pasen por delante de mi puerta, los nazarenos con sus caramelos y sus cirios, chorreantes de cera.
¡Cuántos pescozones nazarelines me he llevado por querer coger el racimo de cera que brotaba del cirio! ¡Qué tesoro!
¡Qué triunfo!

Prefería eso a los caramelos. Los caramelos se compraban en Mauri.
La cera no tenía precio.
Mauri, lo explico para los más jóvenes, era una tienda especializada en caramelos, que estaba al final de la calle Francos. Enfrente del comercio Peyré.
Allí, cuando teníamos una peseta, dos reales o un real, comprábamos caramelos. A veces bastaba con una gorda o una chica. (Para los que no sepan de lo que estoy hablando existe documentación sobre las monedas.)

La cera no se podía comprar. La cera había que sudarla.

Y el Domingo de Ramos, en la esquina de mi calle, sentada en mi sillita de enea, yo me quemaba la mano por conseguirla.
Era lo más parecido al concepto de trabajo.
Un trabajo ardiente y dulce. Una propiedad ganada con sudor.

Había nazarenos que cuando extendíamos la manita, bajaban el cirio con fuerza, lo desplomaban sobre nuestras palmas anhelantes y nos quemaban.
¡Dios los tenga en su gloria, si han muerto!

Otros, lo más, dejaban caer el maná hirviente para que engrosáramos nuestra bola de cera.
¡Dios los tenga en su gloria, en un lugar preferente, si han muerto!
Aunque estoy segura de que éstos siempre estarán vivos. Estos eran tan niños como nosotros. Estos creían en la esencia de la Semana Santa.
Estos alentaban nuestra ilusión y nos hicieron amar las cofradías.
Nuestras caras no tenían altura para admirar la belleza de las imágines. Nuestra altura, medía lo que mide un cirio inclinado.
Nuestra altura creció gracias a ellos.

A esos nazarenos debo mi amor por la Semana Santa.
A esos nazarenos debo el deseo que tuve, y conseguí, de vestirme como ellos.
A esos nazarenos les estaré agradecida siempre.

Ellos han mantenido la tradición desde el único interés que puede tener un niño.
No entendíamos ni de lluvia, ni de carencias, ni de privilegios. Nuestra meta era conseguir la bola de más colores y más grande, y guardarla como un tesoro hasta el año próximo.

Yo era un desastre y siempre la perdía o se derretiría con las calores del verano.
Y otra vez a empezar de cero. Y a estrenar otra estación de Penitencia. La única de la que éramos capaces, la única que entraba en nuestra cabeza.

No éramos conscientes de que algún día seríamos esos nazarenos. No éramos conscientes de que algún día seríamos madres y padres y enseñaríamos, con miedo, a nuestros hijos, a extender la mano pidiendo cera.
No éramos conscientes.
Pero me consta que hoy somos amantes de nuestra Semana Santa.
Y que hoy nos gustaría volver a extender la mano.
Abierta y sin miedos.
Abierta y sin dobleces.

Buenos días, amigos de Sevilla.
Buenos días de cera y fe de niño.

 

Manuela Sosa Martin.

Deja una respuesta