Los buenos días de Manuela.

Miércoles, 21 marzo 2012.
Buenos días, amigos. Buenos días, amigos de Sevilla.
Ayer, por la tarde, entre dos luces, entre azul y nubes, paseé, deambulé, por el casco antiguo de mi ciudad. Olía a Sevilla en fiesta. Olía a Sevilla en primavera. El viento, que empujaba con fuerza, me traía olores de azahar y me llevaba en volandas por las calles perfumadas con olor a naranjo en flor, a tierra, a atardecer, a crepúsculo romántico. El cielo tenía esos contrastes que tanto gustaba a los poetas melancólicos del Romanticismo. Recorrí San Vicente, Curtidurías, Miguel del Cid… Calles estrechas y cortas que conducían a otras más estrechas y largas. Paseaba sin rumbo. A derecha a izquierda, avanzando o retrocediendo, disfrutando la tarde y el paseo. Miré con atención las casas, los balcones con cierre acristalado, los portales llenos de macetas, las puertas con remaches de clavo de metal, habituales en esas calles del siglo XIX. Las que no están reformadas. Algunas con más fortuna que otras, con más o menos acierto, con ese afán de suprimir lo antiguo en aras de una modernidad adocenada y estulta. Me acerqué a la Plaza de San Lorenzo. Carismática, íntima, bendecida y recordé lo que mi madre decía, lo recordé en alto, no me importaba que me oyeran.


“Placita de San Lorenzo,
qué suerte tienes, chiquilla.
Que guardas en tu capilla,
Al Señor del Gran Poder
¡Lo mejor que hay en Sevilla!

Y esto me llevó a recordar una madugrá de jueves a viernes Santo, hace años. Veíamos pasar la cofradía del Señor del Gran Poder por la calle Trajano. En esa calle había, una clínica pequeña con balcones de esos que llamamos de antepecho. Al llegar a su altura el paso, un enfermo intervenido de garganta, por el apósito que llevaba, se arrancó por saeta. Apenas se le oía la voz, pero ya sabéis el silencio que se hace, y cantó con devoción y esperanza.


“Padre mío del Gran Poder.
Tú que tanto poder tienes.
Dame salud, Padre mío,
Pa verte el año que viene”.

La voz desgarrada salía con angustia de su garganta, de su alma, de su corazón ,de su esperanza, de su miedo. El público se estremeció y algunos lloramos. No era una saeta al uso. No era una de esas saetas preparadas que cantan algunos cantaores en los distintos balcones de Sevilla. ¡No! ¡Era un desgarro! Una saeta, una flecha, que iba del corazón de aquel hombre desahuciado al mismo centro del corazón de Dios. Una súplica vehemente y dura en su desesperación. El hombre, aunque muy delgado, muy demacrado, muy tocado por esa enfermedad cruel, parecía joven. A su lado había una muchacha entristecida y envejecida. Quizás tuvieran hijos. Yo recé para mis adentros, con toda la fuerza de mi corazón adolescente y sano. Luego, sin pensarlo, sin saber lo que hacía, grité: “Gran Poder, escúchalo, dale voz para muchas saetas. Él te las cantará cada año.” Nadie dijo nada. El paso avanzó, el enfermo volvió a su cuarto y a sus miedos. Yo me fui a casa llorando. Ya había visto y escuchado lo más entrañable de la madrugá. Quiero creer que el joven se curó. ¡Es mucho el poder que tiene la saeta hecha plegaria! Seguro que llegó a viejo, que murió a la vejez acompañado de los suyos, y que desde allí donde esté, sigue cantando esa saeta, todas las madrugás del Jueves al Viernes de pasión Eso, amigos, solo se ve y se siente en Sevilla. Buenos días, amigos.

Buenos días, amigos de Sevilla.

Manuela Sosa Martin.

Deja una respuesta