Si Murillo está considerado como uno de los mayores exponentes del Barroco español se debe, en gran parte, a la llegada de Francisco de Herrera ‘El Mozo’ a Sevilla en 1655. Podría decirse que fue él quien trajo este movimiento artístico a nuestro país tras haberlo estudiado detenidamente en Italia, donde pasó varios años de su vida. Y una vez en la capital hispalense, pintó varias obras que impresionaron a Murillo, creando en el artista sevillano la necesidad de aprender las últimas tendencias del momento. No es de extrañar, por tanto, que a partir de entonces Murillo abriera su mente de par en par e iniciara una nueva etapa marcada por sus frecuentes viajes y sus acercamientos a otros autores. Y en este sentido, el holandés Anton Van Dyck fue uno de sus grandes referentes, sobre todo en lo que a retratos se refiere.
Una vez que tomó nota de lo mejor de cada uno, Murillo desarrolló un estilo propio, heterogéneo e inimitable, si bien muchos autores posteriores quisieron imitarle. Eso sí, sin éxito. Ya en vida gozó de una excelente reputación, pero fue tras su muerte (Cádiz, 1682) cuando su legado cobró más relevancia si cabe, de ahí que los principales museos de Europa se emplearan a fondo para conseguir o retener sus más preciadas obras. Ahora Murillo vuelve a estar en el candelero porque Sevilla quiere conmemorar por todo lo alto el cuarto centenario de su nacimiento.
Está previsto que entre septiembre de 2017 y junio de 2018 se ponga en marcha una serie de actos “con vocación universal”, según afirmó recientemente el alcalde Juan Ignacio Zoido. En concreto, se realizarán nueve exposiciones, talleres de investigación, un simposio internacional, actuaciones musicales… convirtiéndose el Museo de Bellas Artes en la sede central del evento, pero ni mucho menos en la única. De hecho, está confirmado que el Alcázar, el Palacio Arzobispal y el Convento de Santa Clara también acogerán algunas de las muestras. Si las previsiones se cumplen, el ‘año Murillo’ puede convertirse en el acontecimiento cultural más importante celebrado en Sevilla desde la Expo 92.
El 14 de abril de 1931, día en el que se instauró la II República, Diego Martínez Barrios (a él le gustaba apellidarse Barrio, sin la ese final) se encontraba exiliado en Francia y se llevó una gran alegría. Tanto, que tardó sólo un mes en regresar a España para ponerse al frente del Ministro de Comunicaciones. Dos años más tarde se le fue encargada la tarea de organizar las elecciones, ya que era probablemente el hombre más moderado del gobierno y el más respetado por sus adversarios políticos. Buena prueba de ello es que aprobó la fundación de la Falange Española y apaciguó algunos levantamientos anarquistas.
El hijo de un albañil y de una vendedora de mercado puede llegar a ser el Presidente del Gobierno de un país. Incluso habiendo nacido en España y en una fecha tan lejana como 1883. Lo demostró Diego Martínez Barrio, un sevillano de pura cepa al que la vida no se lo puso fácil. No en vano, a los once años perdió a su madre y se vio obligado a trabajar, primero como aprendiz de panadero y luego como tipógrafo en una imprenta, de donde absorbió su interés por la lectura. “Mi infancia no conoció otras alegrías que las inevitables de la edad, entreveradas con escaseces que, después de la muerte de mi madre, se convirtieron en miserias”, escribió en sus memorias.
El pasado 22 de febrero se cumplieron 75 años de la muerte de Antonio Machado y el aura de dicha efeméride propiciará que Sevilla salde una antigua deuda que tenía con el poeta. Así, tras muchos amagos que quedaron en saco roto, Machado tendrá por fin un monumento en su honor y la ciudad verá aprobada una de sus grandes asignaturas pendientes, toda vez que el reconocimiento a su trayectoria había sido más bien escaso. El monolito fue encargado hace bastante tiempo al artista Julio López Hernández, quien ya ha inmortalizado a Federico García Lorca, Jorge Manrique y Gerardo Diego entre otros, pero por una cosa u otra, no ha visto la luz hasta ahora.
El 26 de julio de 1875, en el Palacio de Dueñas (Sevilla), propiedad de la Casa de Alba, vio la luz uno de los mejores poetas que ha dado España: Antonio Machado. Fue el segundo de cinco hermanos y se crió en el seno de una familia de clase media que sólo pasó penurias económicas tras la muerte de su padre, ‘Demófilo’, un estudioso del folclore andaluz. Se formó en el instituto San Isidoro y más tarde pasó por las aulas del Cardenal Cisneros, donde empezó a interesarse por la literatura. No cabe duda de que la influencia de su hermano mayor, el también dramaturgo Miguel Machado, influyó notablemente en el desarrollo de su vocación, ya que estando aún en la capital hispalense le presentó a Valle-Inclán, y una vez que se trasladó a París, a Oscar Wilde y Pío Baroja.
La trayectoria profesional de Manuel Chaves Nogales no siempre fue reconocida públicamente. De hecho, fue concluir la guerra civil y su nombre, como el de muchos otros republicanos, se convirtió en tabú en la España franquista. Pero la gran diferencia con respecto a otros exiliados es que su memoria tampoco volvió con la transición democrática, quizás porque ya llevaba demasiado tiempo muerto (1944). Ha sido en la última década cuando, verdaderamente, se ha realzado su figura con publicaciones de todo tipo (artículos, libros, documentales…) y, como suele decirse, más vale tarde que nunca.
Hablar de Manuel Chaves Nogales es hablar de uno de los mejores periodistas que ha dado Sevilla. Nació en la capital hispalense el 7 de agosto de 1897, en el seno de una familia de clase media en términos económicos y de clase alta a nivel intelectual. Buena prueba de ello es que su abuelo fue un reputado pintor de temas taurinos; su padre, académico y cronista oficial de la ciudad; su madre, concertista de piano; y su tío, abogado, escritor y periodista. Esta última profesión fue la que eligió para su destino, pero, dado que no existían estudios específicos de comunicación, cursó la carrera que más relación guardaba con ella: Filosofía y Letras.
Los libros divulgativos de Historia tratan de simplificar los acontecimientos más relevantes para que puedan ser comprendidos con facilidad. Por eso todos sabemos que Cristóbal Colón descubrió América en 1492, pero es evidente que una sola persona no pudo llevar a cabo semejante empresa. De hecho, está más que demostrado que el genovés no llegó a conocer muchos de los países que conforman el continente y la tarea de explorarlos correspondió a otros hombres. Y uno de ellos fue un sevillano que respondía al nombre Rodrigo de Bastidas.