Para definir a Ignacio Sánchez Mejías se necesita tener a mano un diccionario. No en vano, son muchas las palabras que servirían para describir la personalidad y las andanzas de este sevillano de pura cepa que nació en 1891 en el seno de una familia acomodada de quince hermanos. Con sus parientes compartía la sangre y el inevitable vínculo emocional, pero nada más, ya que sus inquietudes eran totalmente diferentes. Buena prueba de ello es que siendo un adolescente hizo las maletas y se escapó de casa a hurtadillas en busca de aventuras.
Se subió a un barco de manera clandestina y llegó hasta Nueva York, lanzándose al agua antes de atracar para no pasar el control oficial. La estrategia fue un éxito a medias, ya que esquivó a la policía pero no pudo evitar romperse una pierna. Con todo, logró sobrevivir, reponerse y poner rumbo a México dos meses después. Allí le esperaba un hermano suyo, pero sus grandes expectativas no se cumplieron, de ahí que se viera obligado a trabajar como labriego. Sin embargo, cuando ya meditaba arrojar la toalla y volver sobre sus pasos, entró a formar parte de una cuadrilla que le enseñó el oficio del toreo. El aprendizaje fue tan efectivo, que cuando regresó a España en 1914 ya era un consumado banderillero y novillero, al margen de un seductor en potencia.
En nuestro país siguió aprendiendo de los mejores, entre ellos, de Joselito y Juan Belmonte, quienes fueron padrino y testigo respectivamente el día que tomó la alternativa en Barcelona. Con el tiempo Sánchez Mejías se consolidó como un buen matador; más que por su técnica o por su estilo, por sus alardes de valentía… o temeridad (según el cristal con el que se mire) a la hora de enfrentarse al astado.
Conviene resaltar que la tauromaquia le apasionaba, pero ni mucho menos le saciaba. Era tan hiperactivo, inconformista y abarcador… que hasta escribía en los periódicos (con pseudónimo) las crónicas de sus propias corridas. Y, lejos de ponerse por las nubes, se mostraba duro y exigente consigo mismo. Pero de eso también se cansó, y decidió implicarse en otra de sus aficiones: el fútbol. Así se explica que, casi por aclamación popular, accediera a la presidencia del Real Betis Balompié, el club de sus amores, al que guio por la buena senda.
Una vez que dejó el cargo, siguió probando otros palos. No en vano, fue también actor de cine, aviador, jugador de polo, dramaturgo, mecenas de la Generación del 27, presidente de la Cruz Roja de Sevilla… En uno de sus incontables impulsos, decidió volver a los ruedos, y el destino quiso que acabara en tragedia. Fue en la plaza Manzanares (Ciudad Real) donde recibió una cornada de consideración en 1934. El doctor que le asistió se ofreció a operarle allí mismo, pero Sánchez Mejías se negó y exigió ser intervenido en Madrid. La ambulancia tardó más de lo previsto en llegar a la capital de España, y cuando lo hizo, la gangrena ya le había ganado la partida, consumándose su derrota sólo dos días más tarde.