El rastro del Via Crucis Cervantino

Corría el año 1916 cuando Luis Montoto, a la sazón Cronista Oficial de Sevilla, propuso al Ayuntamiento homenajear a Miguel de Cervantes con motivo del tercer centenario de su muerte.

Dicha distinción se plasmó en más de una veintena de azulejos que se repartieron por la ciudad, pero no al azar, sino en lugares que habían sido citados en las obras del célebre escritor.

El resultado fue bautizado por el periodista Juan Lafita con el nombre de ‘Via Crucis Cervantino’.

Un siglo después, la huella literaria de Cervantes puede seguirse a través de estas piezas cerámicas. Bien es cierto que algunos azulejos se han perdido, pero la mayoría de ellos (16) siguen conservándose en sus ubicaciones originales.

Así, en la céntrica y concurrida calle Sierpes, que fue nombrada por el autor en numerosas ocasiones, podemos hallar uno. En la iglesia de la Anunciación, la Cuesta del Rosario y el Arquillo del Ayuntamiento se encuentran otros por haber sido escenarios del ‘Coloquio de Cipión y Berganza’, mientras que ‘El rufián dichoso’ y ‘La española inglesa’ han dejado vestigios en la Plaza Virgen de los Reyes y la calle Santa Paula respectivamente.

Mención especial merece la famosa obra ‘Rinconete y Cortadillo’, cuya trama se desarrolla en diversos puntos de Sevilla. No debe sorprender, por tanto, que se instalaran azulejos en todos ellos: Alemanes, Arquillo de

Vía Crucis Cervantino
Vía Crucis Cervantino

Mañara, Jardines de la Buhaira, Diputación de Sevilla, Plaza del Pan, Alcaicería, Joaquín Guichot, Huelva (junto a la Alfalfa), Núñez de Balboa (muy cerca del teatro de la Maestranza) y Troya (en la esquina con Betis).

¿Y qué se puede leer en cada uno de ellos? Los textos siguen un patrón bastante estricto, por lo que reproduciendo un solo ejemplo podemos hacernos una idea de lo que rezan los demás: “El príncipe de los ingenios españoles, Miguel de Cervantes Saavedra, imaginó, como ocurrido en el ámbito de esta plaza, llamada un tiempo ‘de San Salvador’, luego ‘de la Fruta’, y ‘del Pan’, uno de los más donosos episodios de la novela ejemplar Rinconete y Cortadillo”.

La sangre derramada en El Alcázar

Hoy vamos a relatar una leyenda que tiene como escenario Los Reales Alcázares de Sevilla. La protagoniza, una vez más, el rey Pedro I, apodado el ‘el Cruel’ por la fama de despiadado que adquirió durante su estancia en el trono, si bien sus partidarios lo calificaban como ‘el Justiciero’ para intentar equilibrar la balanza. No es la primera vez que hacemos referencia a sus presuntas fechorías (algunas de ellas no están documentadas), y probablemente tampoco será la última, pues su trayectoria como monarca dio mucho que hablar en toda Castilla, incluida la capital hispalense.

La historia que nos ocupa es, en esencia, un crimen pasional que tuvo lugar a mediados del siglo XIV. El rey estaba casado con Blanca de Borbón, pero, según las malas lenguas, el matrimonio sólo se consumó dos veces por motivos no demasiados claros. Había quien pensaba que Pedro I no tenía interés en ella porque realmente estaba enamorado de otra mujer (María de Padilla). También se rumoreaba que el hecho de que la familia de Blanca de Borbón no abonara la dote estipulada enfureció al monarca. Y también coexistía una tercera teoría que fue la que dio pie a la leyenda.

Según esta versión, Blanca de Borbón mantenía relaciones sexuales con Don Fadrique, hermanastro de su marido. El idilio llegó a oídos del rey, quien hizo llamar a Don Fadrique inmediatamente. Ambos se vieron las caras en El Alcázar, entablando una fuerte discusión que acabó en tragedia, pues Pedro I acuchilló a Don Fadrique con una daga hasta causarle la muerte. Dado que el suelo, de mármol, aún estaba en bruto y sin pulimentar, absorbió por completo la enorme mancha de sangre, que aún puede contemplarse en la sala de los azulejos.

La torre que nunca cayó

La construcción de la Torre del Oro fue una medida desesperada de los almohades para reforzar su sistema defensivo ante los avances castellanos y permanecer en Sevilla. Estaba unida a las murallas que protegían el Alcázar y su cometido consistía básicamente en vigilar el río, alertar de la llegada de barcos enemigos e impedir sus movimientos gracias a la gruesa cadena  sujetaba y cruzaba el Guadalquivir de lado a lado. Sin embargo, sólo 27 años después de que fuese levantada, es decir, en 1248, no pudo evitar que la ciudad fuese tomada definitivamente por Fernando III. Así pues, en términos estrictamente militares, no tuvo demasiado éxito, pero desde el punto de vista arquitectónico es una joya de incalculable valor.

La torre mide 36 metros y está formado por tres cuerpos, de los cuales sólo uno (el de mayor tamaño) fue obra de los musulmanes. ¿Por qué se la conoce como Torre del Oro? Existen dos teorías. La primera hace referencia a su nombre original ‘Borg-al-Azajal’, que ponía de manifiesto el brillo dorado que generaba su alicatado y terminaba reflejándose sobre el río, aunque estudios recientes han demostrado que esos destellos se debían a que estaba revestida con una mezcla de mortero cal y paja prensada. La segunda, posterior en el tiempo, atribuía esa denominación a su uso como depósito de lingotes de oro tras el descubrimiento de América.

La torre del OroPero a lo largo de su dilatada historia no ha sido sólo una atalaya y un almacén, sino que también fue empleada como capilla dedicada a Santa Isidoro, prisión, oficinas… hasta llegar al museo naval que alberga actualmente. A todo ello habría que añadir una leyenda no contrastada según la cual, el Rey Pedro I el Cruel la aprovechaba para su disfrute personal, encontrándose allí con sus amantes. Incluso una de ellas, doña Aldonza, llegó a residir en la Torre del Oro durante algunas temporadas según cuenta este relato.

Hay algo en la historia de la Torre del Oro que es realmente curioso y paradójico: inicialmente fue concebida para proteger al pueblo, pero siglos después fue el pueblo quien la protegió a ella en dos momentos muy críticos. Uno de ellos fue el terremoto de Lisboa de 1755, que deterioró muchísimo su estructura, hasta tal punto que el Marqués de Monte Real propuso su demolición para ensanchar el paseo de coches de caballos, pero se encontró con la implacable oposición de los sevillanos, quienes acudieron al Rey para que interviniera. Y el otro, la Revolución de 1868 que supuso el destronamiento de la reina Isabel II, durante la cual se destruyeron los lienzos de las murallas y se pusieron en venta. Por suerte, la ciudadanía volvió  a pasar a la acción para que la torre no fuese arrasada. Y así, después de varias restauraciones e incontables esfuerzos por conservarlo, este monumento sigue en pie y hoy es un firme candidato a convertirse en Patrimonio de la Humanidad.