Originalmente, la Hermandad de la Macarena procesionaba con un crucificado y una virgen del escultor Pedro Nieto. Por motivos no
demasiado claros, en torno a 1680 la corporación decidió hacer un nuevo encargo, quizás al taller de Pedro Roldán, aunque no hay pruebas fehacientes. El caso es que llegó a la capilla de entonces una bellísima imagen mariana de las denominadas de candelero, es decir, de las que sólo están talladas hasta la cintura y pueden ser vestidas de diversas maneras. Realizada en madera de pino y ciprés y con 175 centímetros de estatura, la Macarena asombró a todos los hermanos por la expresividad de su rostro.
Y es que su cara combina al mismo tiempo rasgos de la inocencia de una adolescente y del sufrimiento de una mujer curtida en la adversidad. Tiene la cabeza erguida, pero la mirada levemente inclinada hacia el suelo, muestra de su tristeza. Asimismo, sus cejas arqueadas transmiten dolor y sus párpados hinchados revelan que ha llorado desconsoladamente por su hijo. Buena prueba de ello son las cinco lágrimas de cristal que recorren sus mejillas, las cuales representan las cinco angustias que padeció la Virgen María. Y qué decir de sus manos, que me tienen las palmas abiertas porque se resisten a separarse del Señor.
Dicho esto, cualquier descripción que se haga de Ella es insuficiente. Las fotografías sirven para recordarla con nitidez, pero no para conocerla. Nadie olvida cuándo fue la primera vez a La Esperanza Macarena de Sevilla, ya sea en su Basílica o recorriendo las calles de nuestra ciudad bajo palio, y nadie quiere que haya una última vez. Por eso es una de las imágenes con más devoción, no solo en nuestra ciudad, sino en todo el mundo. Gracias a su divinidad sobrevivió a un atentado durante la Guerra Civil y pudo ser coronada canónicamente en 1962, pero desde mucho antes de esa fecha ya alumbraba a toda Sevilla desde el barrio de San Gil.