Gustavo Adolfo Bécquer, uno de los mejores poetas que ha dado nuestro país y probablemente el máximo exponente del Romanticismo tardío, nació y se crió en Sevilla. Concretamente, en el número 9 de la calle Ancha de San Lorenzo (actual Conde de Barajas), una casa que desgraciadamente no ha sobrevivido a nuestros tiempos. Sus antepasados eran nobles flamencos que llegaron a la capital hispalense en el siglo XVI para comerciar y consiguieron labrar una gran fortuna, aunque ésta no duró lo suficiente como para garantizar el porvenir de Gustavo Adolfo, entre otras cosas, porque su padre, que quería que siguiese sus pasos como pintor, murió cuando él tenía cinco años. Por ello, ingresó en el Colegio de San Telmo, el más apropiado que había en aquella época para huérfanos de familias aburguesadas. Allí empezó a interesarse por la literatura, pero la vida le tenía reservado otro gran golpe. Así, en 1847, conoció la noticia de que su madre también había fallecido y que el colegio donde estudiaba iba a cerrar sus puertas para convertirse en el Palacio de los Duques de Montpensier. Tenía once años y quedó totalmente aturdido.
Su madrina se hizo cargo de él y de su hermano mayor (Valeriano). Por suerte, ella tenía en casa una biblioteca interesante y Bécquer salió tímidamente de su introspección leyendo muchos de sus libros y comentándolos con los demás. No contento únicamente con leer, empezó a escribir y a colaborar con diversas revistas sevillanas. De esta manera entabló amistad con otros autores coetáneos como Narciso Campillo o Julio Nombela, que a la postre fueron determinantes para dar a conocer su obra. No obstante, debido a su escasa repercusión inicial, a los 18 años se armó de valor, hizo las maletas y se marchó a Madrid con el sueño de hacerse un nombre en el mundo de las letras.
En la capital de España no encontró lo que esperaba. De hecho, se sumió en la depresión, vivía
bohemiamente y escribía por encargos bajo el seudónimo de Gustavo García. Para colmo, padeció un primer brote de tuberculosis, la enfermedad que terminaría por arrebatarle la vida. Aun así, de la primera embestida salió ileso… gracias al amor. En 1858 conoció a la bella cantante de ópera Julia Espí, de la que se enamoró perdidamente. Gracias a esos nuevos sentimientos recobró el optimismo y empezó a escribir sus famosas
Rimas y Leyendas, pero la relación no cuajó porque ella buscaba un hombre más distinguido. Antes de que cayera en otra profunda tristeza, se interesó por la joven vallisoletana Elisa Guillén, pero ésta también le dio calabazas. Cansado de buscar el amor platónico, finalmente se casó inesperadamente con Casta Esteban, con la que tuvo tres hijos.
Para mantener a la familia, trabajó en varios periódicos y también como censor, aunque nunca dejó de escribir para agrandar su propia colección. No era feliz del todo, pero al menos había encontrado una estabilidad que ni mucho menos fue eterna. De hecho, en 1863 volvió a tener una recaída de tuberculosis y regresó transitoriamente a Sevilla. Una vez recuperado, se instaló de nuevo en Madrid y recibió una flecha tremendamente afilada: Casta le fue infiel. Incapaz de afrontar esta deshonra, huyó a Toledo y se refugió en su hermano Valeriano, quien también perecería a los pocos años. En la más terrible desolación y gravemente enfermo, Bécquer continuó utilizando la pluma hasta sus últimos días, aunque ya sin ninguna pretensión. Eso sí, antes de expulsar su último aliento, le pidió un favor a su amigo Augusto Ferrán. “Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Y su predicción se cumplió al pie de la letra.