¿Quién fue el Marqués de Paradas que da nombre a una de las calles más concurridas de Sevilla? Nació en Ronda el 18 de abril de 1858 y fue bautizado con el nombre de Gaspar de Atienza y Ramírez-Tello de Valladares. Descendiente de los caballeros Tello que ayudaron al rey San Fernando a conquistar Sevilla, se crio en el seno de una familia noble y se licenció en Derecho. Los conocimientos legales adquiridos le permitieron reclamar el título de Marqués de Paradas, el cual había quedado en papel mojado tras morir sin descendientes los parientes que lo ostentaban. Y tuvo éxito, pues la resolución del rey Alfonso XIII en 1897 fue favorable para él, convirtiéndose así en el X Marqués de Paradas.
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La calle Cuna
¿Por qué la calle Cuna se llama así? Su nombre procede del antiguo Hospicio de Niños Expósitos, también conocido como ‘Casa Cuna’, que se encontraba en el espacio que hoy ocupa el Teatro Quintero. Abrió sus puertas en 1558 por orden del Cabildo Catedralicio Hispalense y no era precisamente un sitio agradable. Al menos, esa es la impresión que le dejó al viajero británico Richard Ford, que escribió sobre ello. “Los que quieran cebarse en horrores pueden visitar el hospital de los expósitos, la cuna, que se llama en España, como si en efecto fuera la cuna y no el ataúd de los desgraciados niños. La cuna o casa de expósitos puede ser definida como el lugar donde los inocentes son asesinados y los hijos naturales abandonados por sus antinaturales padres, y atendidos en el sentido de que se les mata a hambre lenta”.
El precio de blasfemar
En mayor o menor medida en función del contexto histórico, blasfemar siempre ha estado prohibido. O como mínimo, mal visto. De hecho, se sigue creyendo que toda palabra injuriosa contra Dios lleva aparejada un castigo y hay leyendas que corroboran este dogma. Una de ellas tiene como escenario a Sevilla, y más concretamente, el barrio de San Lorenzo. En la calleja larga y angosta que discurre entre Santa Clara y Jesús del Gran Poder, llamada ‘Hombre de piedra’ (antes ‘Buen Rostro’), sucedió en el siglo XV una escena realmente asombrosa que dio origen a su nombre actual.
En el interior de una taberna se encontraban varios amigos bebiendo vino y mostrándose muy efusivos por los efectos del alcohol. Con todo, pudieron distinguir el sonido de una campanilla acompañado de voces susurrantes. Era una comitiva encabezada por un el cura párroco, quien portaba la caja del Viático para dar la última comunión a un enfermo terminal. Tras él, un nutrido grupo de feligreses rezaban con velas y faroles en sus manos.
Pese a que no eran especialmente devotos, los compadres dejaron sus vasos, dieron por concluidas sus jocosas conversaciones y se arrodillaron al paso del cortejo como señal de respeto. Todos menos uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, el matón del barrio, quien decidió hacer gala una vez más de su valentía y rebeldía. Creyendo que estaba por encima del bien y del mal, no sólo se negó a inclinarse, sino que se mofó de todos los creyentes con acusaciones muy graves. “Lo que hacéis es cosa de beatas”, llegó a afirmar. Y, de manera fulminante, un rayo cayó sobre él, hundiéndole las rodillas en el suelo y convirtiendo su cuerpo en piedra, el cual permanece allí como muestra del poder divino. La ciencia, obviamente, tiene otra teoría, y atribuye estos restos arqueológicos a una estatua romana de las que solían instalarse en las termas.
El porqué de La Campana
Hoy reemprendemos nuestra ruta por la historia de las calles de Sevilla haciendo una parada en Campana, cuyo origen se remonta nada más y nada menos que al siglo XVI. Por aquel entonces era una vía mucho más pequeña que la de ahora, pero igualmente relevante debido a su privilegiada ubicación. “Es el lugar más público de Sevilla”, llegó a afirmar en su día el escritor Cristóbal de Chaves, mientras que el francés Antoine de Latour la apodó “la Puerta del Sol sevillana’ por su incesante trajín. Todos los empresarios querían instalar sus dependencias allí y por eso en el siglo XIX su disposición cambió para albergar más comercios.
Al principio predominaban los alimenticios, y muy especialmente, los relacionados con los dulces (los buñuelos causaban furor), razón por la cual llegó a ser bautizada con el nombre de calle ‘Pasteleros’, pero conforme pasaron los años la oferta se diversificó hasta convertirse en un gran foco recreativo. De esta manera, a lo largo de sus 60 metros de longitud, que limitan con Martín Villa y la Plaza del Duque, se emplazaron numerosos establecimientos de inolvidable recuerdo, como los célebres cafés (Bordallo, París, Novedades…), el Pasaje Eritraña, la Cervecería Inglesa, y un largo etcétera.
¿Y por qué acuñó el nombre de Campana? Por un antiguo almacén que el Ayuntamiento tenía en esta calle, el cual hacía las veces de central de bomberos. De hecho, de su edificio colgaba una campana que sonaba en situaciones de emergencia para movilizar a los vecinos y viandantes. Por todo lo expuesto anteriormente, La Campana siempre tuvo un marcado acento elitista y buena prueba de ello es que fue lugar de paso obligado para cabalgatas, desfiles militares, manifestaciones, carnavales… y por supuesto para las procesiones religiosas, pues todo el mundo sabe que la Carrera Oficial de la Semana Santa sevillana comienza justamente allí.
El muro de Torneo
En Sevilla hubo un muro. No como el de Berlín, obviamente, ni con sus connotaciones políticas, pero sí lo suficientemente importante como para ser recordado. Vayamos por partes. A mediados del siglo XIX, el Ayuntamiento removió cielo y tierra para que el ferrocarril llegara a la capital y finalmente consiguió que la reina Isabel II aprobara la construcción de una estación de trenes en Plaza de Armas. Y fue así como, en aras de paliar el ruido y ganar en seguridad, las autoridades decidieron levantar un tabique que separaba las vías y los andenes de la carretera que recorría los antiguos barrios de Los Humeros, San Juan, y Santa Clara.
Para que nos hagamos una idea, la tapia abarcaba aproximadamente la extensión de la actual calle Torneo. En aquellos tiempos, su calzada era sensiblemente más estrecha y se caracterizaba por la sucesión de adoquines que provocaban el clásico traqueteo y por la interminable compañía del muro. Esta estampa se mantuvo durante muchas décadas, ya que Torneo no ganó la anchura ni la magnificencia que tiene en la actualidad hasta los prolegómenos de la Exposición Universal de 1992, cuando el Consistorio remodeló a fondo la margen del río y decretó el derribo del muro.
Fue concretamente el 26 de mayo de 1990 cuando el alcalde Manuel del Valle procedió a la demolición simbólica de la última ‘muralla’ edificada en Sevilla. Aquella escena simbolizó la ruptura con el pasado más prescindible, por llamarlo de alguna forma sutil, y la apertura hacia el futuro más prometedor, en el que Sevilla debía brillar con luz propia a los ojos de todo el mundo. A diferencia del de Berlín, la caída del muro de Sevilla no supuso ningún hito histórico, pero a partir de entonces el tren dejó de condicionar la fisonomía de la ciudad y ésta pudo contemplar la infancia de La Cartuja desde la otra orilla del río.
El balcón del edén
Una de las formas más rápidas de apreciar el brillo de Sevilla es recorrer la calle Betis y dejar que nuestros ojos miren en todas las direcciones, pues apunten donde apunten siempre encontrarán algo admirable. Lo primero que llama la atención es la proximidad del Guadalquivir, que discurre de forma paralela a un palmo de terreno, de ahí que la vía tomara prestado el antiguo nombre del río (Betis, para los romanos). Asimismo, sin necesidad de fruncir el ceño, desde esta ubicación podemos divisar dos hermosos puentes (el de Isabel II y el de San Telmo), la Torre del Oro en su esplendor e incluso la preponderancia de la Giralda sobre el cielo hispalense.
Y qué decir de su principio y de su final, pues en un extremo de la calle Betis se encuentra la Plaza del Altozano y en el otro, la de Cuba. Entre medias, una hilera de hermosas casas diseñadas bajo el patrón de la arquitectura popular andaluza del siglo XVIII, con patios coloridos y balcones que ofrecen unas vistas inigualables. Además, esta vía alberga un buen puñado de restaurantes, pubs, cafeterías, terrazas, discotecas y otra serie de locales que la convierten en una de las zonas más ambientadas de Sevilla durante la noche. Y por si fuera poco , también es ‘sede’ temporal de la Velá de Santa Ana que se celebra todos los años en el mes de julio.
Si retrocedemos en el tiempo, debemos reseñar que en la calle Betis se encontraba la Universidad de Mareantes, centro en el que se instruían los marineros para posteriormente viajar hacia América. Y si nos referimos a la rabiosa actualidad, es imposible no hacer referencia al debate sobre su peatonalización. En estos momento está implantada una fórmula ‘mixta’ que consiste en permitir exclusivamente el acceso de los vehículos de los residentes autorizados, pero desde las esferas políticas se está estudiando tanto la posibilidad de peatonalizarla por completo como la de abrirla al tráfico sin restricciones. El tiempo dirá.
Teatro, cine y tienda de ropa