El pasado, cuando es bello y esplendoroso, siempre termina imponiéndose a cualquier presente e incluso a cualquier futuro. Algo así es lo que ha sucedido con la Plaza de España, uno de los lugares más emblemáticos de Sevilla sin ningún tipo de discusión. Fue diseñada por Aníbal González para la Exposición Iberoamericana de 1929 y se estima que más de mil hombres participaron en su construcción simultáneamente. El resultado fue un precioso conjunto arquitectónico de forma semicircular que simbolizaba el abrazo de España a sus antiguas colonias. Tanto los turistas que visitaron la ciudad por aquellos tiempos como los propios sevillanos no tardaron en quedar embelesados con aquel despliegue de arte regionalista, y su popularidad creció
exponencialmente con el paso de los años hasta convertirse en un emplazamiento histórico, ideal para el recreo, para inmortalizar bodas y en definitiva, para deleitar los cinco sentidos.
Desgraciadamente, buena parte de aquel ambiente familiar y mágico se fue disipando progresivamente en las últimas décadas, puede que por la dejadez de los organismos públicos, por el deterioro material, por la indiferencia de todos y cada uno de nosotros o por un cúmulo de circunstancias. El caso es que la Plaza de España estaba perdiendo su esencia, pero con la restauración a la que ha sido sometida recientemente podemos decir sin miedo al error que la ha recuperado totalmente. Primero, desde un punto de vista físico, ya que se ha rehabilitado la balaustrada tradicional, los azulejos trianeros, la solería, los bancos, la jardinería, el Monumento a las Razas… sin olvidar la peatonalización de la avenida de Isabel la Católica para unir este espacio con el Parque de María Luisa. Y segundo, desde un enfoque sentimental y
emotivo, puesto que el agua y las barcas han regresado a la ría para devolverle la vida que tenía antaño gracias a la instalación una nueva estación de saneamiento y de 900 metros de tuberías. Además, por volver ha vuelto hasta el genuino burro que paseaba a los niños durante las tardes de domingo mientras sus padres escuchaban los partidos del Betis y del Sevilla a través de los clásicos transistores, consiguiendo que sintamos una especie de
déjà vu al verle de nuevo dando vueltas.
Fueron necesarios nueve millones de euros y dos años de obras para que esto fuera posible, pero ha merecido la pena, ya que la Plaza de España ha vuelto a ser la que nunca debió dejar de ser, la que imaginó Aníbal González en su cabeza, la que nos encanta a todos.