El castillo de un reino de taifas

Si en Sevilla capital podemos encontrar un sinfín de lugares singulares, tres cuartos de lo mismo sucede con la provincia. En artículos anteriores ya hablamos sobre el tesoro de El Carambolo, los dólmenes de Valencina de la Concepción, etc. y hoy puede ser una buena ocasión para profundizar en el castillo de Morón de la Frontera. Se encuentra situado en el centro de la localidad, pero con la particularidad de que se alza sobre un monte de unos 300 metros de altitud. Fue precisamente esta elevación natural del terreno, que ofrece unas vistas espectaculares de la Campiña y la Sierra Sur, la que motivó su construcción durante el dominio musulmán, época en la que Morón alcanzó su apogeo y llegó a convertirse en un reino de taifas.

Desde el punto de vista arquitectónico, tiene la típica estructura de una alcazaba y destacan sobremanera sus torres cuadradas. La más grande de todas ellas, la del Homenaje, también conocida coloquialmente como ‘La Gorda’, está ubicada en el centro y ha sufrido los estragos del paso del tiempo. En esencia, la historia del castillo es la historia de Morón, y tiene como punto de inflexión el 22 de julio de 1240, día en el que las tropas de Fernando III tomaron el municipio. Existe una bella leyenda que ilustra la conquista y está protagonizada por un animal. Concretamente, por el caballo del adalid musulmán, que al ver caer a su amo en el campo de batalla, decidió regresar al castillo. Los súbditos árabes, al reconocerle, abrieron las puertas, y los cristianos aprovecharon el momento para entrar y romper las defensas.

Una década después de aquel episodio, Alfonso X donó el castillo de Morón a la ciudad de Sevilla con la condición de que se hiciera cargo de su remodelación y protección, pero tras no poder hacer frente a los gastos, la capital hispalense renunció a él y la Corona de Castilla lo traspasó a la Orden de Alcántara, que lo tuvo bajo su control durante un siglo. Posteriormente pasó a manos de los Duques de Osuna y fue de su propiedad hasta que se abolieron los señoríos. El hecho de que el castillo fuese habitado durante tanto tiempo y por tan variadas personas favoreció su conservación, pero la Guerra de la Independencia provocó graves desperfectos y algunas pérdidas irreparables. Aun así, lo mucho que ha quedado de él sigue siendo un reclamo realmente interesante para el turismo.

Las hazañas de Daoíz (I)

Detrás de la expresión ‘se armó el 2 de mayo’ se esconde la participación de un sevillano en un acontecimiento muy importante en la historia de nuestro país. Hablamos de Luis Daoíz, nacido en 1767 en el seno de una familia aristocrática de nuestra ciudad. Se crió en lo que hoy es la Plaza de la Gavidia, en una propiedad de sus abuelos maternos, los condes de Miraflores de los Ángeles. Estudió en el colegio jesuita de San Hermenegildo y, a instancias de su padre, ingresó en el ejército con tan solo 15 años, un hecho que no sorprende tanto si se analiza la tradición militar de su familia. No en vano, sus antepasados, oriundos de Navarra, participaron en las milicias de la Reconquista y en la célebre batalla de Las Navas de Tolosa.

Una vez expulsados los musulmanes, fueron premiados con privilegios y tierras en el sur de España, concretamente en Gibraltar, El Puerto de Santa María, Medina Sidonia, Sanlúcar de Barrameda, etc. Y si terminaron llegando a la capital hispalense fue gracias al amor que sintió su padre por la sevillana Francisca Torres Ponce de León. El matrimonio tuvo cuatro descendientes, siendo Luis el más ambicioso de todos. Buena prueba de ello es que con 25 años ya había alcanzado el grado de teniente de artillería, después de haber destacado tanto en el arte de la esgrima en la defensa de Ceuta como en la compañía de minadores en Orán (Argelia). Pero sus méritos no habían hecho sino comenzar. En 1794 participó en la Guerra del Rosellón y terminó siendo capturado por los franceses, quienes, a sabiendas de que era valioso por su poliglotía y sus conocimientos matemáticos, le ofrecieron cambiarse de bando, pero Daoíz lo rechazó de plano. Por suerte, tras la rúbrica de la Paz de Basilea, fue liberado y volvió a Andalucía.

Lejos de apartarse de la guerra, fue reclutado de nuevo para combatir a los ingleses, que habían sitiado Cádiz con una flota descomunal en 1797. Sin embargo, su astucia con una lanchera permitió hundir a varios buques del almirante Nélson y decantar la balanza del lado de la Armada española. Su éxito en las aguas le valió para conseguir condecoraciones de la Marina, ascender a capitán de artillería y embarcar en el prestigioso navío San Ildefonso rumbo a América, donde tenía la misión de defender las colonias. En 1802 regresó a la península y fue destinado a Sevilla para llevar a cabo una función científica en la Real Fundición de Bronces. Pero en cuanto las balas volvieron a silbar, se puso en marcha de nuevo con su regimiento de artillería y luchó en la Segunda Guerra de Portugal. Poco después, solicitó un traslado definitivo a Madrid y aquella decisión le permitió estar en el lugar y en el momento oportuno para pasar a los anales de la historia, pero de ese episodio ya hablaremos en el siguiente artículo.