En Sevilla hubo un muro. No como el de Berlín, obviamente, ni con sus connotaciones políticas, pero sí lo suficientemente importante como para ser recordado. Vayamos por partes. A mediados del siglo XIX, el Ayuntamiento removió cielo y tierra para que el ferrocarril llegara a la capital y finalmente consiguió que la reina Isabel II aprobara la construcción de una estación de trenes en Plaza de Armas. Y fue así como, en aras de paliar el ruido y ganar en seguridad, las autoridades decidieron levantar un tabique que separaba las vías y los andenes de la carretera que recorría los antiguos barrios de Los Humeros, San Juan, y Santa Clara.
Para que nos hagamos una idea, la tapia abarcaba aproximadamente la extensión de la actual calle Torneo. En aquellos tiempos, su calzada era sensiblemente más estrecha y se caracterizaba por la sucesión de adoquines que provocaban el clásico traqueteo y por la interminable compañía del muro. Esta estampa se mantuvo durante muchas décadas, ya que Torneo no ganó la anchura ni la magnificencia que tiene en la actualidad hasta los prolegómenos de la Exposición Universal de 1992, cuando el Consistorio remodeló a fondo la margen del río y decretó el derribo del muro.
Fue concretamente el 26 de mayo de 1990 cuando el alcalde Manuel del Valle procedió a la demolición simbólica de la última ‘muralla’ edificada en Sevilla. Aquella escena simbolizó la ruptura con el pasado más prescindible, por llamarlo de alguna forma sutil, y la apertura hacia el futuro más prometedor, en el que Sevilla debía brillar con luz propia a los ojos de todo el mundo. A diferencia del de Berlín, la caída del muro de Sevilla no supuso ningún hito histórico, pero a partir de entonces el tren dejó de condicionar la fisonomía de la ciudad y ésta pudo contemplar la infancia de La Cartuja desde la otra orilla del río.

A mediados del siglo XIX, los arquitectos franceses Gustavo Steinacher y Ferdinand Bennetot recibieron el encargo de sustituir el puente de barcas por uno más sólido y moderno. El antiguo sufría de lo lindo con las crecidas del río Guadalquivir y la ciudad necesitaba una conexión estable entre el barrio Triana y el centro de Sevilla. La empresa no era nada sencilla. De hecho, los romanos nunca consiguieron unir las dos orillas de forma permanente debido a los eternos problemas de cimentación, mientras que los musulmanes tuvieron que inventarse una peculiar pasarela mediante una sucesión de pequeñas embarcaciones que estaban unidas por cadenas (el puente de barcas). Más o menos cumplía su objetivo, pero precisaba de reparaciones periódicas y con frecuencia algunas personas caían al agua y morían ahogadas.
tampoco estaba a la orden del día. De hecho, en un principio se utilizaba el petróleo como fuente de energía y posteriormente se pasó al gas, con las consabidas ventajas e inconvenientes que presenta este combustible. Ya en 1877, con motivo de la visita de la reina Isabel II, se instalaron por primera vez los vistosos farolillos de papel que han llegado a nuestro tiempo, pero sólo por una cuestión estrictamente estética, ya que por aquel entonces aún no emitían luz.