A quien madruga, Dios le ayuda. El rey Carlos III creía en este refrán a pies juntillas, de ahí que no le hiciera ni pizca de gracia que salieran procesiones por la noche. Entendía el monarca, como muchos de sus coetáneos, especialmente los más reaccionarios, que la nocturnidad era caldo de cultivo para los desórdenes y los actos inmorales entre hombres y mujeres. Previamente, la Iglesia ya había intentado restringir las salidas de los pasos a horarios diurnos, pero no pudo con la fuerza popular de las hermandades y perdió el pulso.