Los lazos de Cervantes con Sevilla

Este año se está conmemorando en toda España el VI Centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, quien, pese a haber nacido y fallecido en Madrid, tuvo un fuerte vínculo con Sevilla.

De hecho, es posible que se formara académicamente en la capital hispalense, aunque este punto no ha podido ser constatado.

Lo que sí está fuera de toda duda es que entre 1587 y 1593 pasó una larga temporada en Sevilla ejerciendo como comisario real de abastos en Andalucía. Básicamente, su trabajo consistía en recaudar provisiones para la Armada Invencible, una tarea que terminó acarreándole quebraderos de cabeza.

Sin ir más lejos, fue excomulgado dos veces por confiscar grano a la Iglesia y también tuvo serios problemas a la hora requisar aceite y cereales en Écija, Marchena y Carmona. Intentó cambiar de aires solicitando un ‘traslado’ a América, pero su petición no fue atendida y poco después, tras verse salpicado por un escándalo protagonizado por uno de sus ayudantes, perdió su empleo e ingresó en la cárcel. Pero como suele decirse, no hay mal que por bien no venga, ya que aquel giro le permitió centrarse en su vocación de escritor. Tanto es así que, estando entre rejas en Sevilla, empezó a escribir su obra más famosa: ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha’. Años después también ambientó algunas de sus obras en Sevilla, siendo ‘Rinconete y Cortadillo’ una de las más conocidas.

Con todos estos lazos, no debe sorprender que Sevilla le haya dedicado

Miguel de Cervantes en Sevilla
Miguel de Cervantes en Sevilla

varios homenajes a Miguel de Cervantes. El más explícito es el busto de bronce que se encuentra en la calle Entrecárceles, realizado por Sebastián Santos Rojas en 1974. En esta representación, el escritor sostiene con una mano El Quijote, y con la otra, una espada. También se tituló una glorieta en la Plaza de América con su el nombre de su obra más universal y se le dedicó una serie de azulejos llamada ‘Vía Crucis Cervantino’, de la cual hablaremos detenidamente en el siguiente artículo.

Un genio apellidado Murillo (I)

Con el permiso de muchos otros pintores de gran talento, podría decirse que los dos mejores pinceles que ha dado Sevilla son los de Velázquez y Murillo. Del primero ya hablamos en profundidad hace algún tiempo, (pueden repasar los dos artículos que le dedicamos pulsando aquí y aquí), y ahora ahondaremos en la biografía del segundo. Bartolomé Esteban Murillo –así se llamaba- debió de nacer en las postrimerías de 1617, ya que fue bautizado el 1 de enero de 1618 en la Parroquia de la Magdalena. Su familia, como tantas otras de su tiempo, era muy numerosa, hasta el punto de que él era el menor de catorce hermanos. Su padre alternaba dos profesiones que hoy nos parecen diametralmente opuestas, pero que en su día estaban estrechamente relacionadas: las de cirujano y barbero. Lo mismo cortaba el pelo que practicaba una sangría o sacaba una muela. Por su parte, su madre procedía de una familia de plateros.

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El guiño de Ken Follet

El hecho de que un escritor extranjero visite Sevilla no debería ser noticia, pero cuando se trata de Ken Follet, la cosa cambia. No en vano, hablamos de uno de los novelistas vivos más leídos del mundo. En España, su aclamado libro ‘Los pilares de la Tierra’ sigue siendo el más vendido 25 años después de su publicación, y todos los que vieron la luz después también lograron la etiqueta de ‘best seller’, aunque sin llegar a las mismas cotas. Por todo ello, cada vez que el autor galés se deja ver en una ciudad durante un tiempo considerado, aumentan las especulaciones y la expectación sobre la posibilidad que pueda estar escribiendo una nueva obra.

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La Exaltación

exaltacionEl paso de misterio de la Hermandad de la Exaltación es uno de los más sobrecogedores de la Semana Santa de Sevilla. No en vano, representa el momento en el que Jesucristo, clavado ya en la cruz, es levantado y fijado al suelo por cuatro verdugos para su escarnio público. Asimismo, aparecen en la escena el Buen Ladrón y el Mal Ladrón (que correrían la misma suerte instantes después), así como dos centuriones montados a caballo que supervisan toda la ejecución.  Pero la iconografía no termina ahí, ya que en cada esquina del canasto surge un ángel mancebo (adulto). En el pasado contenía más figuras incluso, tales como el hombre que portaba una escalera, el que hacía sonar la trompeta para convocar al pueblo y el que vociferaba la sentencia.

Como no podía ser de otra forma, todo gira en torno al Santísimo Cristo de la Exaltación, una obra fechada en la segunda mitad del siglo XVII. Se cree que fue iniciada por el escultor Luis Antonio de los Arcos y rematada por su suegro, Pedro Roldán, tras mudarse el primero a Cádiz. No obstante, la blandura que presentan ciertas partes de su anatomía sugiere que también intervinieron otros miembros de su taller. Sea como fuere, la culminación fue portentosa. Es un Cristo de 1,77 metros de altura que mira hacia arriba y está cubierto únicamente por un paño de pureza.

Su rostro, girado hacia la izquierda y suspendido en una posición intermedia entre el suelo y el cielo, no transmite rabia ni dolor, sino más bien la actitud de quien está dispuesto a perdonar, creando una estampa muy ajustada al barroco sevillano. Para concluir, añadiremos  que el Cristo de la Exaltación fue restaurado por Ricardo Comas a principios de los ochenta, recibe culto en la iglesia de Santa Catalina (actualmente en obras, por lo que se ha trasladado temporalmente a la parroquia de San Román) y procesiona el Jueves Santo junto a la Virgen de las Lágrimas. 

La Hiniesta

hiniesta fotoEn anteriores artículos ya enumeramos algunas de las imágenes que tuvieron que ser reemplazadas por las revueltas anticlericales que se dieron en los años treinta, y en éste, desgraciadamente, añadiremos más a la lista. Hablamos de la Hermandad de la Hiniesta, que vio cómo su Cristo de la Buena Muerte y su Dolorosa original fueron destruidos en la quema de San Julián (1932). Solo un año después, Antonio Castillo Lastrucci talló otra imagen mariana, que a su vez se perdió en el incendio que asoló a la parroquia de San Marcos en 1936. Después de dos golpes muy dolorosos para la cofradía, el mismo autor elaboró una nueva Virgen en 1937 y un nuevo Crucificado en 1938, obras que sí han llegado a nuestros tiempos.

María Santísima de la Hiniesta Dolorosa fue elaborada en madera de cedro policromada, mide 1,61 metros de estatura y tuvo un costo presupuestario de 3.000 pesetas. Su bendición tuvo lugar en septiembre de 1937 en la iglesia de San Luis de los Franceses y guarda un gran parecido con la talla original. No en vano, conserva el dulce llanto, la cabeza inclinada hacia el lado derecho, la mirada baja y los rasgos joviales de una adolescente. Además, se ajusta perfectamente a los cánones de belleza del romanticismo andaluz, dada su piel morena y sus grandes ojos oscuros.

El trabajo de Castillo Lastrucci tuvo tan buena aceptación, que poco después de que desfilara por las calles de Sevilla el escultor recibió múltiples encargos de réplicas procedentes de toda la geografía española. Y es que su bellísimo rostro, su pequeña boca con labios encarnados y el sufrimiento que transmiten sus cinco lágrimas (dos en la mejilla derecha y tres en la izquierda) encandilaron desde el primer día. Ya en 1980, la restauración de Ortega Bru se encargó de suavizar los tonos de sus mejillas y de entreabrir sus labios, dejando al descubierto sus dientes superiores. La imagen puede contemplarse durante todo el año en la parroquia de San Julián y cada Domingo de Ramos en las calles de Sevilla.

Barqueta: la unión entre lo viejo y lo nuevo

barqueta de lado actualizado 2Tras la concesión de la Exposición Universal de 1992, en Sevilla se construyeron muchos puentes para mejorar las comunicaciones, pero hubo uno de ellos que simbolizó perfectamente la unión entre lo viejo (el casco antiguo) y lo nuevo (La Cartuja): el de la Barqueta. Hablamos de un puente colgante de un solo ojo que fue diseñado por los ingenieros Juan José Arenas de Pablo y Marcos Jesús Pantaleón Priet. Inicialmente fue concebido como pasarela peatonal, pero después se modificaron los planes para que permitiera tanto el tránsito de personas como el de vehículos.

Cabe destacar que su nombre oficial es ‘Puente Mapfre’, ya que fue financiado por dicha entidad aseguradora. Su calzada contiene dos carriles para cada sentido, una mediana central y aceras en los laterales. No es el viaducto más grande de la capital hispalense y buena prueba de ello es que se sostiene únicamente con el apoyo de cuatro soportes verticales, pero sus dimensiones son respetables, ya que posee una longitud de 168 metros y una anchura de 30. Desde el punto de vista estético, lo que le hace diferente de los demás es que su arco se abre en ambos extremos, dando la sensación de descansar cómodamente sobre el tablero.

Hay un dato que puede resultar llamativo y es que su construcción en acero fue realizada en tierra. Así, una vez concluida la obra, el 30 de mayo de 1989 el puente fue girado e instalado en su emplazamiento definitivo con la ayuda de barcazas. Aquel día hubo fuertes ráfagas de viento y muchos ojos curiosos, pero la tarea se completó de manera exitosa. De este modo, el puente de la Barqueta se convirtió en la puerta de entrada y salida de Exposición Universal de 1992 y hoy hace lo propio con el parque tecnológico, Isla Mágica, la zona universitaria, etcétera. 

Unidos por la sangre y la comedia

Sevilla y su provincia han sido cuna de grandes escritores desde tiempos inmemoriales y hoy hablaremos de dos ellos que compartían la misma sangre: los hermanos Álvarez Quintero. Serafín y Joaquín nacieron con apenas dos años de diferencia en Utrera a finales del siglo XIX y desde pequeños empezaron a interesarse por la literatura. De hecho, siendo adolescentes ya estrenaron su primera obra en el Teatro Cervantes de Sevilla, titulada ‘Esgrima y Amor’. El gran éxito obtenido invitó a su padre a trasladarlos a la capital hispalense, donde encontraron trabajo en el Ministerio de Hacienda. Allí, entre el trajín burocrático, surgieron nuevas ideas que fueron plasmadas en la tranquilidad del hogar.

Unos años después decidieron dejar su profesión para dedicarse por completo a su vocación y se instalaron en Madrid, donde se especializaron en el género de la comedia de costumbres. Lejos de olvidar sus raíces, ambientaron casi todas sus obras en Andalucía y pusieron en relieve tanto su dialecto como sus tradiciones sin caer en los falsos estereotipos. Así, su estilo giró en torno a unos diálogos fluidos, optimistas, ingeniosos y divertidos, con pinceladas de humor.  En ocasiones se les achacó que sus composiciones carecían de crítica social, pero lo cierto y verdad es que se ganaron el reconocimiento absoluto de lectores y espectadores, así como de la inmensa mayoría de los críticos literarios.

Además de dramaturgos, los Álvarez Quintero fueron poetas (hicieron incursiones en la lírica), periodistas (colaboraron con distintas publicaciones de España e Hispanoamérica) y lingüistas (fueron miembros de la Real Academia Española). Curiosamente, siempre escribieron al alimón e incluso después del fallecimiento del hermano mayor (1938), Joaquín siguió firmando sus escritos con el nombre de los dos hasta el día de su muerte (1944). Algunas de sus obras más importantes son ‘El ojito derecho’, ‘Las flores’, ‘Mañana de sol’, ‘Las de Caín’, ‘Doña Clarines’, ‘Los Galeotes’, ‘Ventolera’, etcétera.

Velázquez: el pincel de Sevilla (Parte II)

En tierras transalpinas vio todo lo que quiso ver, ya que gracias a las las credenciales que llevaba consigo pudo contemplar las obras más bellas del arte italiano, incluso las que estaban fuera del alcance de la gente corriente. Por descontado que no se olvidó de visitar el Vaticano y allí quedó anonadado con los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Así pues, tras un año recorriendo el país de norte a sur, asimilando todo el Renacimiento italiano, Velázquez regresó a España y comenzó su periodo más prolífico. Había alcanzado una madurez extraordinaria y pintaba con pinceladas rápidas y sueltas, lo que los entendidos conocen como estilo abocetado, y un buen ejemplo de ello es ‘La rendición de Breda’. Sus avances técnicos le hicieron prosperar aún más en la corte y en 1643 ya no sólo tenía el privilegiado cargo de Ayudante de Cámara, sino que era también uno los pocos confidentes del rey.

Sin embargo, unos años después, una serie de trágicos acontecimientos hicieron tambalear su posición. Su suegro falleció; su protector, el archiduque de Olivares, fue apartado de la corte; la reina Isabel y el príncipe Baltasar también perecieron; hubo revueltas en Cataluña y Portugal… Se sintió tan abrumado por lo que le rodeaba que pidió permiso para volver a Italia, esta vez, con el propósito de adquirir obras de arte para el monarca. Pero lo más importante que hizo en este segundo viaje fue retratar con maestría al Papa Inocencio X y El resultado fue tan exitoso que otros miembros de la curia papal también quisieron posar para él. Según apuntan algunas teorías, Velázquez también aprovechó su estancia en Roma para entablar una relación amorosa que terminaría dándole un hijo ilegítimo, y es muy posible pintara la erótica ‘Venus del espejo’ inspirándose en su amante. Sea como fuere, Felipe IV se impacientó con su prolongada ausencia y le ordenó volver a España en 1651.

Con 52 primaveras a sus espaldas, Velázquez se encontraba ya en la última fase de su vida y tenía ya casi tantas obligaciones burocráticas como pictóricas tras haber aceptado el puesto de Aposentador Real. No obstante, esto no le impidió realizar en esta época dos de sus obras más conocidas: ‘Las meninas’, en la que se autorretrató junto a Margarita de Austria y sus sirvientes, y ‘Las hilanderas’, un lienzo enigmático en el que aparecen cinco mujeres preparando lana. Cuando empezó a intuir que su final estaba cerca, el sevillano se afanó en ingresar en la Orden de Santiago, pero su petición fue rechaza al comprobarse que no tenía linaje noble. Tuvo que recurrir a sus dos amigos más poderosos, el monarca español y el Papa, para que ser admitido. Con la tranquilidad que le daba haber conseguido todo lo que se había propuesto en su juventud, en 1660 cayó enfermo y falleció. Nos dejó un legado de 125 obras y Manet le describió siglos después como “el más grande pintor que jamás ha existido”.

Velázquez: el pincel de Sevilla (Parte I)

Si hace unas semanas hablábamos en este mismo espacio sobre Bécquer, uno de los poetas más importantes de la historia de nuestro país, ahora le toca al turno al célebre pintor Diego Velázquez. Ambos tienen como denominador común que nacieron, se criaron y formaron en Sevilla. Nuestro protagonista de hoy fue bautizado el 6 de junio de 1599 en la Iglesia de San Pedro, la actual sede de la Hermandad del Cristo de Burgos, y era el mayor de ocho hermanos. Siguiendo la costumbre andaluza de aquellos tiempos, adoptó el apellido de su madre (Velázquez), que era sevillana, y relegó a un segundo plano el de su padre (De Silva), cuyos antepasados eran portugueses. La familia se movía entre la delgada línea que separa la alta burguesía de la nobleza, aunque hacía grandes esfuerzos para consolidarse en este segundo grupo. De no haberlo hecho, Velázquez jamás habría tenido como maestros a prestigiosos Francisco Herrera el Viejo y Francisco Pacheco.

El segundo terminaría siendo a la postre su suegro, pero a los diez años de edad, cuando Velázquez empezó a interesarse de lleno por la pintura, su única preocupación era iniciarse en el arte, moler los colores y realizar sus primeros dibujos. Así describió su aprendizaje su gran valedor: “Con esta doctrina se crió mi yerno, Diego Velásques de Silva siendo muchacho, el cual tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar”. Con 18 años no tuvo ningún problema para superar el examen que le permitió ingresar en el gremio de pintores y despegar en su carrera profesional.

Velázquez era capaz de hacer retratos exactos con una técnica formal y depurada, pero también de dar rienda suelta a sus sentidos y pintar con un estilo propio e inimitable. Así sorprendió a propios y extraños con sus primeros bodegones con figuras, que nada tenían que ver con los que hacían sus coetáneos. Buena prueba de ello son sus obras ‘La vieja friendo huevos’ y ‘El aguador de Sevilla’, muy reputadas en el ámbito internacional. Su popularidad y su talento fueron en aumento, pero lo que verdaderamente le llevó al estrellato fue un movimiento que se produjo en la corte. Felipe IV, nada más subir al trono, patrocinó a un noble sevillano llamado Gaspar de Guzmán que terminó convirtiéndose en el conde-duque de Olivares. Éste recomendó los servicios de Velázquez y en 1623 le brindó la oportunidad de su vida: retratar al rey. El monarca quedó tan satisfecho con el resultado que ordenó de inmediato que se trasladara definitivamente a Madrid.

Fue nombrado pintor del rey, se le otorgó un gran sueldo y siguió perfeccionando sus métodos estudiando todo el contenido de El Escorial. Su principal cometido era realizar retratos de la familia real, aunque también aceptaba encargos de gente de postín. De este modo, Velázquez pasó a ser para Felipe IV lo que Holbein había sido para Enrique VIII de Inglaterra un siglo antes. Era habitual que repintara sus cuadros, y mientras algunas teorías lo explican con su lentitud a la hora de trabajar, otras fuentes apuntan que se debe a las correcciones que exigían sus superiores para realzar algunos rasgos y la esencia de su poder. Él siempre estaba abierto a escuchar sugerencias y con la visita del afamado Rubens a la corte española, sintió una nueva inspiración que le llevó a Italia para ampliar sus conocimientos.