Ha llovido mucho desde el 25 de noviembre de 1961, pero no lo suficiente como ocasionar efectos tan devastadores como los de aquel día. Los más de trescientos litros por metro cuadrado que cayeron en Sevilla en un corto espacio de tiempo desbordaron el Tamarguillo y abrieron una profunda brecha en el muro de defensa que lo contenía. Como consecuencia, el agua alcanzó los tres metros de altura, se llevó por delante muchas viviendas y dejó paralizados los barrios de La Corza, La Calzada, el Cerro del Aguila, San Bernardo, El Fontanal, el Tiro de Línea y la Puerta de Jerez durante una semana.
Un superficial vistazo a las fotografías de la inundación nos hace asociar a Sevilla con Venecia, ya que muchas personas se vieron obligadas a trasladarse en barcas, pero con la importante diferencia de que aquellos momentos no tuvieron el más mínimo encanto. De hecho, se vivieron escenas dantescas, con familias resguardándose en azoteas, mobiliarios enteros perdidos, animales arrastrados por el caudal, etc. Por suerte, no murió nadie, pero los daños materiales fueron incalculables y la sensación de zozobra permanece en la mente de los que lo vivieron de cerca.
Las cifras oficiales hablaban de más de 550 hectáreas afectadas por la riada, pero estudios recientes han demostrado que las secuelas se dejaron notar en más de 3.400 hectáreas. Tanto es así que Sevilla fue nombrada zona catastrófica y un mes después de la tragedia se organizó una cabalgata solidaria de índole nacional que partió desde Madrid hacia la capital hispalense. La llamaron Operación Clavel, fue capitaneada por el popular locutor radiofónico Boby Deglané y aglutinó a 42 camiones, 150 coches y 82 motos que transportaron comida, enseres y juguetes para los afectados. Entre vítores y en un ambiente de máxima expectación, la caravana entró en la ciudad la tarde del 19 de diciembre de 1961, pero en cuestión de minutos la alegría se volvió a tornar en tristeza cuando un avión de exhibición que fotografiaba a la muchedumbre realizó una maniobra temeraria y acabó enredándose en los cables de alta tensión, dejando el accidente un lúgubre balance de veinte muertos y más de cien heridos. Como se suele decir, fue peor el remedio que la enfermedad.
Cincuenta años después de aquel episodio, cuesta imaginar que vuelva a repetirse una anegación de esa magnitud, sobre todo, después de que se recondujese el cauce del Tamarguillo y se reforzaran las medidas de seguridad, aunque los expertos reconocen que en el invierno de 1996 también se rozó la fatalidad. Con todo, lo que resulta verdaderamente irónico es que en nuestra ciudad sean tan recordadas las riadas como los periodos de sequía. El agua, ese bien que necesitamos todos para vivir, se convierte a veces en nuestro peor enemigo.