Clemente Domínguez era el rostro visible, y Manuel Alonso, el cerebro. Entre los dos fundaron la Orden de las Carmelitas de la Santa Faz, que se declaraba fiel al papa Pablo VI para intentar ganarse el favor de la Iglesia católica. Sin embargo, tras comprobar que El Vaticano pasaba olímpicamente de sus supuestos milagros, intentaron llamar su atención captando adeptos influyentes. Fue así como persuadieron al inversor suizo Maurice Revaz y a un arzobispo vietnamita llamado Pierre Martín Ngo Dinh Thuc, que nombró obispos a los dos cabecillas sin el permiso de la Santa Sede. Como no podía ser de otro modo, todos ellos fueron excomulgados inmediatamente y llegados a ese punto, no les quedó más remedio que escindirse del catolicismo.
Así las cosas, en 1975 se fundó la Iglesia Cristiana Palmariana, que consideraba a la matriz como una “gran ramera” y acusaba a sus cardenales de manipular al Sumo Pontífice con drogas. Como muestra de despecho, meses más tarde Clemente se autoproclamó Papa, bajo el nombre de Gregorio XVII. No contento con eso, canonizó a todos los símbolos de la extrema derecha española, como Francisco, Franco, Carrero Blanco, José Antonio Primo de Rivera o Calvo Sotelo, además de a Hitler, José María Escrivá de Balaguer y a otros personajes históricos como Cristóbal Colón, Don Pelayo o el Cardenal Cisneros. Asimismo, en un alarde de excentricidad, apartó de su comunión a todos los sacerdotes obreros, comunistas, a la Familia Real y a todos los que hubiesen visto la película ‘Jesucristo Superstar’.
Sus doctrinas sólo aceptan los veinte primeros concilios de la Iglesia Católica y tildan de “falsas” a todas las demás religiones. Sus misas son realmente peculiares, ya que constan de once turnos de tres minutos cada una y son pronunciadas en latín por un sacerdote que da la espalda a los feligreses. Todo ello, en un templo de incalculable valor patrimonial que se encuentra cerrado a cal y canto salvo para los devotos, que deben ir siempre con una vestimenta de acuerdo a la congregación: los hombres con pantalones oscuros y camisas sin remangar, y las mujeres, con una mantilla o un velo que les cubra la cabeza, una falda larga y una camisa abotonada hasta el cuello. Para garantizar la intimidad, el recinto está rodeado por una muralla de cinco metros de altura que impide la mirada de los curiosos.