Hoy vamos a relatar una leyenda que tiene como escenario Los Reales Alcázares de Sevilla. La protagoniza, una vez más, el rey Pedro I, apodado el ‘el Cruel’ por la fama de despiadado que adquirió durante su estancia en el trono, si bien sus partidarios lo calificaban como ‘el Justiciero’ para intentar equilibrar la balanza. No es la primera vez que hacemos referencia a sus presuntas fechorías (algunas de ellas no están documentadas), y probablemente tampoco será la última, pues su trayectoria como monarca dio mucho que hablar en toda Castilla, incluida la capital hispalense.
La historia que nos ocupa es, en esencia, un crimen pasional que tuvo lugar a mediados del siglo XIV. El rey estaba casado con Blanca de Borbón, pero, según las malas lenguas, el matrimonio sólo se consumó dos veces por motivos no demasiados claros. Había quien pensaba que Pedro I no tenía interés en ella porque realmente estaba enamorado de otra mujer (María de Padilla). También se rumoreaba que el hecho de que la familia de Blanca de Borbón no abonara la dote estipulada enfureció al monarca. Y también coexistía una tercera teoría que fue la que dio pie a la leyenda.
Según esta versión, Blanca de Borbón mantenía relaciones sexuales con Don Fadrique, hermanastro de su marido. El idilio llegó a oídos del rey, quien hizo llamar a Don Fadrique inmediatamente. Ambos se vieron las caras en El Alcázar, entablando una fuerte discusión que acabó en tragedia, pues Pedro I acuchilló a Don Fadrique con una daga hasta causarle la muerte. Dado que el suelo, de mármol, aún estaba en bruto y sin pulimentar, absorbió por completo la enorme mancha de sangre, que aún puede contemplarse en la sala de los azulejos.
‘el Justiciero’ por sus partidarios y como ‘el Cruel’ por sus detractores. No existe demasiada documentación (ni escrita ni gráfica) sobre su fisonomía, pero se conocen los datos más relevantes, tales como que su estilo arquitectónico era gótico, que fue levantada en piedra, que estaba cubierta por bóvedas de crucería, que constaba de tres naves desiguales y que sus retablos fueron realizados por Francisco Dionisio de Rivas y por Juan de Astorga.
Habían prendido por la justicia a cierto bandido que tenía cometidos en Sevilla numerosos delitos, y tras juzgarle en la Casa Cuadra o Audiencia de la Plaza de San Francisco, le condenaron a morir ahorcado, así que le sacaron de la cárcel, que estaba en la calle Sierpes, esquina a la calle Bruna (donde hoy está el edificio del “Banco Hispano Americano”), y le conducían hacia Tablada donde estaba la horca pública. Al llegar el reo a la Puerta de Jerez, comenzó a dar grandísimos gritos diciendo:- No podéis ahorcarme, porque el rey me había perdonado. No podéis ahorcarme porque el rey me había perdonado.Ante semejante novedad, se detuvo la comitiva, y el juez acudió al Alcázar a dar parte a don Pedro I de lo que sucedía. El rey dijo que él ni conocía a aquel reo, ni le había jamás dado el perdón, y mandó que siguiese adelante el cumplimiento de la sentencia.Pero no bien había salido el juez de las habitaciones del rey, cuando este reflexionó, y mandó que le llamasen nuevamente antes de que saliera del Alcázar. Regresó el juez a su presencia, y el rey don Pedro dijo:- Aunque yo no había concedido el indulto, ni siquiera me lo habian pedido, es mejor que no se cumpla la sentencia, porque habiéndolo gritado en público, no quiero que pueda quedar en ánimo del pueblo de Sevilla, que yo le había indultado y que después he faltado a mi palabra Real.
Nos cuenta una de las múltiples leyendas protagonizadas por el rey Don Pedro I, que en un recorrido nocturno por la ciudad, según algunos, motivado por un lío de faldas, descargó su ira con el hijo del Conde de Niebla, con el cual se batió hiriéndole de muerte, ya que este era partidario del hermano bastardo del rey para que ocupara el trono. El batir de las armas despertó la curiosidad de una anciana, vecina de la calle donde ocurría la acción. Al alumbrar con el candil observó al protagonista, que se destacaba por ser blanco, rubio, ceceaba al hablar y les sonaban las rodillas al andar. Estos rasgos eran conocidos en la ciudad, por lo que no dejaban dudas. La anciana, ante el estupor de lo visto se apresuró a cerrar la ventana cayendo el candil a la calle junto el cadáver, lo que motivó que las autoridades la llevaran a la presencia del rey, que en acción de justicia prometida a los Guzmanes, familiares del fallecido, les dejó claro que cortaría la cabeza al malhechor y la expondría públicamente.Ante las preguntas hechas en interrogatorio a la anciana, aunque era reacia a contar lo sucedido por aludir al rey, terminó confesando lo que presenció, y cuando llegó la pregunta de que dijera su nombre contestó «El Rey».