La nueva vida de Plaza de Armas

Plaza de ArmasQue una estación de trenes termine convirtiéndose en un centro comercial no es algo frecuente, pero tampoco inaudito, pues en Sevilla tenemos un buen ejemplo. Nos referimos, cómo no, a la antigua Estación de Plaza de Armas, que era conocida popularmente como ‘Estación de Córdoba’. El proyecto, que fue diseñado por el ingeniero portugués José Santos Silva, ejecutado por el español Nicolás Suárez Albizu y promovido por la compañía ferroviaria ‘Madrid Zaragoza Alicante’ (MZA), mejoró sensiblemente las comunicaciones de Sevilla y gozó de una larga vida. Buena prueba de ello es que sus instalaciones estuvieron operativas desde el 18 de marzo de 1901 hasta el 29 de septiembre de 1990, es decir, durante nada más y nada menos que 89 años.

Vivió su mayor momento de gloria en 1929, cuando se erigió en la gran puerta de entrada para los incontables turistas que visitaron la Exposición Iberoamericana, entre ellos, el rey Alfonso XIII, mientras que sus peores episodios coincidieron con la Guerra Civil. Eso sí, una vez concluida la contienda, recobró la normalidad de la mano de Renfe, que acababa de fundarse como compañía estatal y también se había hecho cargo de la Estación de San Bernardo (también conocida como Estación de Cádiz). Los trenes que tenían trayectos directos operaban en Plaza de Armas, mientras que los que hacían transbordo en la capital hispalense se detenían en San Bernardo.    

Al margen de su funcionalidad, cabe reseñar que la Estación de Plaza de Armas también ha brillado siempre por su estética gracias a sus rasgos neomudéjares, inspirados en la Mezquita de Tánger (los arcos) y también en La Alhambra (uno de de sus patios). La estructura se divide en tres partes: la zona central, que es la más amplia y está coronada por una bóveda de hierro y cristal, y los dos laterales, estando una de ellos cerrado con una vidriera y el otro abierto para el tránsito de trenes. No obstante, desde 1999 las personas no llegan a la estación a bordo de un tren, sino a pie y con otras intenciones, pues el centro comercial les ofrece tiendas de todo tipo, restaurantes, y salas de cine. La oferta es variada y la ubicación, privilegiada. 

Sonrisas en el semáforo

Tener que detenerse ante un semáforo en rojo, sobre todo cuando estamos impacientes por llegar a nuestro destino, no es una sensación precisamente agradable, pero hay una zona en Sevilla en la que no nos importa esperar a que se ponga en verde: Plaza de Armas. Y todo ello se debe a una persona que se ha ganado el cariño de los sevillanos a base de arrancarnos sonrisas a cualquier hora del día durante todas las épocas del año. Su nombre, Howard Jackson, quizás no nos resulte demasiado familiar, pero su rostro es absolutamente inconfundible.

Nació hace 35 años en Liberia, pero siendo joven tuvo que abandonar su país para no sufrir los estragos de la guerra civil. En España comenzó una nueva vida, primero en Jaén como jornalero, posteriormente recogiendo ropa y vendiendo revistas, hasta llegar a su dedicación actual, que es la de vender pañuelos a los conductores utilizando sus poderes de sugestión. Uno de ellos es el de disfrazarse de mil formas diferentes, tratando de encarnar a Cleopatra, el Zorro, una monja, una geisha, un emperador romano, un mosquetero, una gitana con el traje de volantes y un sinfín de personajes conocidos. Asegura tener más de cien disfraces en su armario y comprarlos es su particular manera de invertir en el negocio.

Sin duda, lo que hace Howard tiene mucho mérito. No en vano, su memoria almacena recuerdos de familiares que murieron a sus pies, de interminables momentos de hambre y miseria, de travesías temerarias por aguas oscuras y otras ingratas situaciones. Aun así, es capaz de llegar a otra parte del mundo y animar a hombres y mujeres que han tenido una existencia mucho más placentera. Quizás ahí resida el secreto de su éxito, porque no cabe duda de que con su inimitable personalidad se ha apoderado de una pequeña parte de nuestros corazones.

La estación del Prado echa la persiana

Se acabó lo que se daba. La estación de autobuses del Prado de San Sebastián cerrará definitivamente sus puertas el próximo mes de enero. Era un secreto a voces, pero la noticia no tuvo carácter oficial hasta hace unos días, cuando el delegado de Seguridad y Movilidad del Ayuntamiento de Sevilla, Demetrio Cabello, la anunció. El único trámite que resta para que se haga efectivo el cese de su actividad es que la Junta de Andalucía apruebe el traslado de sus últimos servicios a Plaza de Armas, estación que verá incrementado su volumen de tráfico en un seis por ciento aproximadamente. Cabe recordar que el PGOU de 2006 ya recogía esta mudanza, que se ha llevado a cabo de forma progresiva a lo largo de este tiempo. De hecho, básicamente ya sólo restaban las líneas turísticas.

Estación del Prado en Sevilla

El edificio fue construido entre 1938 y 1944, es decir, en plena posguerra, de ahí que su arquitecto (Rodrigo Medina Benjumea) lo diseñara basándose en un estilo racionalista, persiguiendo más la practicidad que la estética. No era una época para derrochar, ni mucho menos.  Aun así, el vestíbulo llama la atención sus grandes dimensiones, ideales para transmitir algo de calma en momentos de apremio, mientras que su interminable andén se encuentra protegido por una estructura de hormigón que se asienta sobre cuatro sólidos pilares. Sus pasarelas superiores le otorgan un aspecto más aderezado, y lo mismo ocurre con las muestras pictóricas y la visera.

Atrás quedan casi setenta años de historia, repletos de viajes rutinarios y excepcionales por carreteras de todos los colores, de despedidas y reencuentros emotivos, de momentos inolvidables para cada persona que anduvo sobre su peculiar pavimento con una maleta a cuestas. La estación conectaba Sevilla con pueblos de la provincia, el resto de capitales de Andalucía y otras ciudades importantes de España como Barcelona o Murcia. Dichos puntos están ahora mejor comunicados que durante el auge de la estación del Prado, pero a buen seguro que los más románticos echarán de menos aquella escena de comprar el ticket en la ventanilla de siempre y recorrer el andén sintiendo el aleteo de las mariposas en el estómago.

Una piedra como paño de lágrimas

Si caminamos por la calle Alfonso XII en dirección a Plaza de Armas por la acera de la derecha, justo antes de llegar al cruce con Marqués de Paradas nos toparemos con una pequeña y solitaria piedra que no se caracteriza precisamente por belleza. Sin embargo, a su espalda se encuentra insertada en la pared una placa que resume su intensa historia y nos hace ver que no estamos ante un peñasco cualquiera. Su origen data de mediados del siglo XIX, época en la que Isabel II reinaba en España, aunque quien gobernaba de facto era el general Narváez. En un ambiente de descontento generalizado por los estragos de las guerras carlistas, un grupo de jóvenes sevillanos decidió levantarse en armas con más corazón que cabeza.

Tenían ideas liberales, quizás excesivamente románticas para aquellos tiempos, pero creían firmemente en ellas. Tanto es así que rápidamente pusieron rumbo a Ronda a las órdenes de un coronel retirado llamado Joaquín Serra con la idea de expandir la rebelión. El ímpetu y la animosidad les condujeron a realizar alguna que otra demostración de fuerza por el camino, aunque en ningún momento llegaron a infundir pavor. De hecho, las tropas isabelinas consiguieron detenerles con suma facilidad a la altura de Benaoján (Málaga), donde murieron 25 insurgentes. Los demás fueron devueltos a Sevilla y encarcelados en el cuartel de San Laureano a la espera de ser juzgados.

No hubo perdón ni piedad, ya que el comisionado Manuel Lassala dictaminó el fusilamiento de los 82 supervivientes en el Campo de Marte, que era un espacio vacío situado entre la Puerta de Triana y la de Goles. Allí se concentraron cientos de personas para presenciar el fin de sus vidas, pero solo una de ellas trató de frenar la ejecución: el alcalde García de Vinuesa. En un intento a la desesperada, acudió con dos alguaciles para pedir clemencia, pero sus palabras quedaron en saco roto. Para colmo, los disparos también alcanzaron fortuitamente a dos chavales que se habían subido a un árbol para contemplar la escena. Desolado y sumido en la impotencia, el alcalde se marchó del lugar con la cabeza gacha, pero al llegar a la Puerta Real, decidió parar y romper a llorar apoyándose sobre una piedra, la misma que mencionábamos al comienzo de este artículo.