Los retales de La Ranilla

Cuando en 1911 el célebre arquitecto sevillano Aníbal González diseñó los planes urbanísticos de lo que hoy conocemos como barrio de Nervión, ideó la construcción de la cárcel provincial en uno de sus extremos. Con bastante retraso, el edificio empezó a funcionar en 1933, es decir, durante la II República, y sustituyó a la obsoleta e insalubre prisión del Pópulo, que estaba emplazada en El Arenal. Debido a su proximidad a la Venta de Ranilla, la nueva penitenciaría acuñó el nombre de Cárcel de Ranilla y, aunque a lo largo de su historia tuvo otras denominaciones oficiales, popularmente siempre se le llamó así.

Tras la Guerra Civil, la cárcel se convirtió en un bastión de la represión franquista. Allí fueron encerrados y torturados miles de represaliados políticos durante años, tanto hombres como mujeres, y muchos de ellos sufrieron la más amarga de las esperas: la de aguardar el momento de su muerte. El imaginero Antonio Perea Sánchez corrió mejor suerte y salió con vida tras cumplir su pena, pero siempre quedará en los anales de la historia que modeló la imagen de Jesús Despojado en su celda. Pero éste no fue el único acontecimiento extraordinario que sucedió en la Cárcel de Ranilla. En 1961, los reos fueron testigos directos del desborde del Tamarguillo y treinta años más tarde, sintieron en primera persona los eufemísticos daños colaterales de un atentado de ETA: explosión, temblores, humo, miedo… y cuatro muertes.

Ya por aquel entonces su actividad había menguado y sólo recluía a presos de tercer grado. Era la prueba evidente de que las autoridades pensaban ‘jubilarla’ más pronto que tarde y en 2007 se iniciaron las tareas de demolición pese a la oposición de los vecinos de La Concepción, antiguos condenados y asociaciones de la Memoria Histórica, que sólo pudieron conseguir que se conservara la fachada principal y el pabellón administrativo. Así pues, donde antes hubo calabozos, barrotes, corredores, aseos comunes, garitas y alambres, pronto habrá un parque, un centro cívico y una nueva jefatura de la Policía local. Sin duda, será un cambio drástico al que tendrán que acostumbrarse todos, especialmente, los que pasaron una parte de sus vidas en aquel imborrable lugar.

El museo del horror

El Castillo de San Jorge, situado en la Plaza del Altozano, fue sede de la Santa Inquisición en España desde 1481 hasta 1785. Por tanto, hablamos de un lugar en el que se juzgaba a los presuntos herejes, es decir, a los que supuestamente practicaban una religión distinta al catolicismo o la brujería. A diferencia de otros países europeos como Alemania o Inglaterra, en España sí solía haber un proceso legal documentado, aunque eso no excluía ni las torturas ni las condenas sin pruebas fehacientes, ya que todo estaba orquestado por el Estado. Y en aquellos tiempos, si había un denominador entre los gobiernos que se sucedían, era que todos tenían un sesgo totalitario.

Los orígenes del edificio son inciertos y se habla de que pudo ser levantado inicialmente por los visigodos o los almohades. En cualquier caso, en el siglo XIII pasó a manos cristianas, y el rey Fernando III se lo cedió a la Orden Militar de San Jorge (de ahí su nombre). Más adelante también se convirtió en la primera parroquia de lo que hoy conocemos como Triana. Sin embargo, su uso fue menguando progresivamente y no cobró relevancia hasta que la Santa Inquisición se apropió de él. Sus 26 celdas, la casa del inquisidor y la capilla formaron parte de una de las etapas más lúgubres de Sevilla, caracterizada por el juicio de valor, el abuso de poder y la indefensión de las víctimas. No obstante, se suele decir que se aprende más de los errores que de los aciertos y la frase está impregnada de razón.

Quizás por ello, hoy el Castillo de San Jorge es un imprescindible museo que explica cómo se hacían los enjuiciamientos en nuestra ciudad, y sus 1.400 metros cuadrados, distribuidos en dos plantas y múltiples salas, algunas de ellas didácticas con proyecciones audiovisuales, invitan inexorablemente a la reflexión personal. No cabe duda de que recordar las penas de cárcel, galeras, azotes, destierro, hábito penitencial y muerte, casi siempre en la hoguera, no es algo placentero, pero sí necesario para tomar nota y conciencia de lo que nuestra especie hizo mal. Al fin al cabo, la historia es como es y no se puede cambiar, y siempre es mejor conocerla que desconocerla, por muy tétrica que sea.