Una vez culminada la Reconquista (1492), los Reyes Católicos quisieron reorganizar todo lo relacionado con la acuñación de monedas y decidieron que sólo siete cecas de las que operaban en España prosiguieran su actividad. Una de las elegidas fue la Casa de la Moneda de Sevilla, que cambió su ubicación para estar más cerca del Guadalquivir, y por tanto, de lo que llegaba de las Indias. Así las cosas, las nuevas dependencias se levantaron concretamente en las huertas de las Atarazanas, entre la Torre del Oro y la Torre de la Plata, trayecto que era recorrido a diario por los mercaderes más acaudalados.
Y justo allí, los metales más preciados eran convertidos en marcos y doblones para el sostenimiento de la economía española… y mundial, pues no hay que olvidar que eran tiempos de continuos descubrimientos en América. Ya en el siglo XVIII, fue reformada profundamente por el arquitecto Sebastián Van der Borcht, quien mejoró su aspecto exterior (le incorporó la gran portada que hace las veces de acceso principal) y acabó con los problemas estructurales y y de filtraciones derivados del terremoto de Lisboa.
La Casa de la Moneda de Sevilla tuvo una actividad frenética hasta el siglo XIX, pero a partir de entonces fue perdiendo vitalidad progresivamente. De hecho, en 1868 dejó de tener una función fabril y fue dividida en tres partes, las cuales fueron vendidas a sendos particulares: Ildefonso Lavín, José Marañón e Inocencio Ocho. Sólo una década más tarde quedó en manos de un único propietario, que llevó a cabo reformas integrales para darle un uso residencial. Sin embargo, pronto sus instalaciones fueron abandonadas y hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se iniciara una restauración que perseguía recuperar su fisonomía original. Desgraciadamente, las últimas obras a las que ha sido sometido el edificio han generado muchísima polémica. Tanto es así que la Junta de Andalucía acusa al arquitecto de un delito contra el patrimonio histórico por “alterar gravemente” su estructura y levantar un ático inexistente.
sobre el mayor rasgo distintivo de nuestro folclore tradicional. Sus antecedentes más remotos datan del periodo de los Reyes Católicos, cuando eran conocidas como ‘seguidillas castellanas’ y aún no se bailaban, pero con el tiempo fueron transformándose en lo que hoy conocemos. Naturalmente, pasaron por distintas etapas de transición: durante el Renacimiento eran una danza bulliciosa, en el siglo XVIII se acompasaron, posteriormente el maestro Pedro de la Rosa fijó la estructura de tres cuerpos de tres tercios, a comienzos del XIX tomó prestados elementos del bolero, etcétera.
instruían gramática y teología.
