En mayor o menor medida en función del contexto histórico, blasfemar siempre ha estado prohibido. O como mínimo, mal visto. De hecho, se sigue creyendo que toda palabra injuriosa contra Dios lleva aparejada un castigo y hay leyendas que corroboran este dogma. Una de ellas tiene como escenario a Sevilla, y más concretamente, el barrio de San Lorenzo. En la calleja larga y angosta que discurre entre Santa Clara y Jesús del Gran Poder, llamada ‘Hombre de piedra’ (antes ‘Buen Rostro’), sucedió en el siglo XV una escena realmente asombrosa que dio origen a su nombre actual.
En el interior de una taberna se encontraban varios amigos bebiendo vino y mostrándose muy efusivos por los efectos del alcohol. Con todo, pudieron distinguir el sonido de una campanilla acompañado de voces susurrantes. Era una comitiva encabezada por un el cura párroco, quien portaba la caja del Viático para dar la última comunión a un enfermo terminal. Tras él, un nutrido grupo de feligreses rezaban con velas y faroles en sus manos.
Pese a que no eran especialmente devotos, los compadres dejaron sus vasos, dieron por concluidas sus jocosas conversaciones y se arrodillaron al paso del cortejo como señal de respeto. Todos menos uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, el matón del barrio, quien decidió hacer gala una vez más de su valentía y rebeldía. Creyendo que estaba por encima del bien y del mal, no sólo se negó a inclinarse, sino que se mofó de todos los creyentes con acusaciones muy graves. “Lo que hacéis es cosa de beatas”, llegó a afirmar. Y, de manera fulminante, un rayo cayó sobre él, hundiéndole las rodillas en el suelo y convirtiendo su cuerpo en piedra, el cual permanece allí como muestra del poder divino. La ciencia, obviamente, tiene otra teoría, y atribuye estos restos arqueológicos a una estatua romana de las que solían instalarse en las termas.
Sin lugar a dudas, el paso de misterio de la Hermandad de El Dulce Nombre, conocida popularmente como ‘La Bofetá’, es uno de los más originales de la Semana Santa de Sevilla. Entre otras cosas, porque la imagen de Nuestro Padre Jesús ante Anás es la única (de las que representan a Jesucristo) que aparece de espaldas al público y el realismo que transmite el episodio es sobrecogedor. Prácticamente todo el grupo escultórico es obra de Antonio Castillo Lastrucci, quien, en 1923, vio culminado su primer trabajo ‘procesional’. La talla principal, que mide 1,84 metros de altura y costó en su día 3.500 de las antiguas pesetas, fue elaborada en madera de cedro policromada e ideada para ser vestida.
de a treinta y cuatro maravedíes cada uno por la ejecución del Cristo y del San Juan Evangelista, una cantidad que a día de hoy nos dice poco, pero que en su contexto deja a las claras que fue un encargo de peso.
‘el Justiciero’ por sus partidarios y como ‘el Cruel’ por sus detractores. No existe demasiada documentación (ni escrita ni gráfica) sobre su fisonomía, pero se conocen los datos más relevantes, tales como que su estilo arquitectónico era gótico, que fue levantada en piedra, que estaba cubierta por bóvedas de crucería, que constaba de tres naves desiguales y que sus retablos fueron realizados por Francisco Dionisio de Rivas y por Juan de Astorga.
su encanto. Tanto es así que en ellas crecieron personajes tan ilustres y variados como Gustavo Adolfo Bécquer, el Conde de Barajas, el Cardenal Espínola, Ortega Bru, Francisco Buiza, Manuel Font de Anta, Manolo Caracol, etcétera.
documentado es lo que ocurrió justo después. Existen dos versiones. La primera afirma que la ‘Susona’ fue repudiada por cristianos y judíos y se recluyó en un convento. La segunda, mucho más macabra, asegura que la misma protagonista tuvo dos hijos de un obispo, pero terminó siendo abandonada por éste. Y al morir ella, dejó una nota en su testamento que decía lo siguiente: “Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes en testimonio de mi desdicha, mando que cuando haya muerto separen mi cabeza de mi cuerpo y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre jamás”.