A medio camino entre Córdoba y Sevilla se encuentra Écija, conocida popularmente como la ciudad de las torres. Sus orígenes se remontan a la época tartésica, aunque el despegue definitivo se produjo en el periodo romano, cuando se convirtió en uno de los principales vértices de la provincia Bética gracias a su privilegiado emplazamiento. No en vano,
Astigi (así se llamaba entonces) estaba muy próxima a la Vía Augusta, la gran calzada que atravesaba Hispania desde Los Pirineos hasta Cádiz, y también al río que Genil, que facilitaba las tareas de regadío en un tierra tremendamente fértil. No es de extrañar, por tanto, que Écija lleve 20 siglos exportando aceite de oliva.
La relevancia de Écija no se esfumó con la caída del imperio romano, que dejó mosaicos y yacimientos de gran valor, sino que siguió intacta durante el dominio musulmán. Pasó a llamarse Istiya o Astiya, y posteriormente fue bautizada con el sobrenombre de Madinat al-qutn (ciudad del algodón). Los árabes consideraban muy valioso este territorio y buena prueba de ello es que lo amurallaron con unas fortificaciones y torres albarranas (de ahí su apodo actual) que afortunadamente han sobrevivido a nuestros tiempos. Tras la reconquista llevada a cabo por Fernando III, se instalaron en Écija familias acaudaladas y miembros de la nobleza que fomentaron la construcción de numerosos palacios, monasterios, conventos e iglesias.
Écija, conocida también como ‘La Sartén de Andalucía’ por las elevadísimas temperaturas que se alcanzan en verano, ha recibido numerosas distinciones a lo largo de su historia. Sin ir más lejos, fue sede episcopal entre los siglos VI y XI, capital de provincia en el Emirato y Califato de Córdoba, ciudad de realengo en la Edad Media y declarada ‘Conjunto Histórico Artístico’ en el año 1966. En resumidas cuentas, ha tenido, tiene y tendrá todo lo necesario para ser un reclamo para el turismo y un orgullo para los que viven dentro de su término municipal.