En mayor o menor medida en función del contexto histórico, blasfemar siempre ha estado prohibido. O como mínimo, mal visto. De hecho, se sigue creyendo que toda palabra injuriosa contra Dios lleva aparejada un castigo y hay leyendas que corroboran este dogma. Una de ellas tiene como escenario a Sevilla, y más concretamente, el barrio de San Lorenzo. En la calleja larga y angosta que discurre entre Santa Clara y Jesús del Gran Poder, llamada ‘Hombre de piedra’ (antes ‘Buen Rostro’), sucedió en el siglo XV una escena realmente asombrosa que dio origen a su nombre actual.
En el interior de una taberna se encontraban varios amigos bebiendo vino y mostrándose muy efusivos por los efectos del alcohol. Con todo, pudieron distinguir el sonido de una campanilla acompañado de voces susurrantes. Era una comitiva encabezada por un el cura párroco, quien portaba la caja del Viático para dar la última comunión a un enfermo terminal. Tras él, un nutrido grupo de feligreses rezaban con velas y faroles en sus manos.
Pese a que no eran especialmente devotos, los compadres dejaron sus vasos, dieron por concluidas sus jocosas conversaciones y se arrodillaron al paso del cortejo como señal de respeto. Todos menos uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, el matón del barrio, quien decidió hacer gala una vez más de su valentía y rebeldía. Creyendo que estaba por encima del bien y del mal, no sólo se negó a inclinarse, sino que se mofó de todos los creyentes con acusaciones muy graves. “Lo que hacéis es cosa de beatas”, llegó a afirmar. Y, de manera fulminante, un rayo cayó sobre él, hundiéndole las rodillas en el suelo y convirtiendo su cuerpo en piedra, el cual permanece allí como muestra del poder divino. La ciencia, obviamente, tiene otra teoría, y atribuye estos restos arqueológicos a una estatua romana de las que solían instalarse en las termas.