Pasión, el cénit de Martínez Montañés

No existe ningún documento que acredite que Nuestro Padre Jesús de la Pasión fue tallado por Juan Martínez Montañés, pero todos los indicios hacen indicar que fue así. Es Hermandad de Pasiónmás, algunos de sus coetáneos aseguraban que el imaginero jiennense, en su interior, se sentía tremendamente orgulloso de esta obra, más que de ninguna otra, hasta el punto de que cada Jueves Santo tenía una silla reservada en la puerta de la iglesia para ver su salida procesional. Además de ser su autor, probablemente fue también su primer devoto. Se decía, incluso, que los costaleros viraban el paso hasta donde se encontraba, un gesto que se repite ahora cuando pasa por la escultura que fue dedicada al autor en la Plaza de El Salvador. 

Leyenda al margen, la imagen data de comienzos del siglo XVII y fue terminada posiblemente entre los años 1610 y 1615. Fue elaborada en madera policromada para vestir, de ahí que todo lo que no cubre la túnica esté tallado cuidadosamente y el resto de su cuerpo (brazos y torso, principalmente) quedara desbastado. Sus extremidades superiores están articuladas para permitir la sujeción a la cruz, mientras que el peso de su figura recae sobre su pierna izquierda, apoyada en una peana. La inclinación hacia ese lado transmite sensación de avance agotador por la carga que lleva sobre sus hombros.

Y qué decir de su rostro, portentoso se mire desde donde se mire, con el cabello humedecido y y el semblante abatido, donde se entremezclan los tonos claroscuros. Cuando vemos al Cristo de Pasión, ya sea en la Iglesia del Salvador o en la calle, no contemplamos una escultura, sino a una persona singular con la que es imposible no empatizar. Tiempo atrás, tras haber rezado delante de él durante un buen rato, el entonces Arzobispo de Sevilla, D. Antonio Despuig y Dameto, le detectó un “defecto” y se lo hizo saber a sus allegados: “Le falta respirar”, afirmó.

El imponente caminar del Gran Poder

En el año 1620, Juan de Mesa esculpió a Jesús del Gran Poder, una de las imágenes más imponentes de la Semana Santa de Sevilla. Desde el punto de vista técnico, hablamos de una talla completísima, con extremidades articuladas y elaborada con madera de cedro sobre una peana de pino. Su envergadura (más de un metro de ochenta de altura) es lo primero que llama la atención, aunque una contemplación más pausada nos hace comprender la excelencia de la obra. La documentación hallada por Heliodoro Sancho Corballo revela que la Hermandad abonó al autor 2.000 reales El Gran Poderde a treinta y cuatro maravedíes cada uno por la ejecución del Cristo y del San Juan Evangelista, una cantidad que a día de hoy nos dice poco, pero que en su contexto deja a las claras que fue un encargo de peso.

¿Es perfecta la imagen? No. De hecho, si lo fuera, no conseguiría transmitirnos el sufrimiento que padeció Jesucristo de esa manera tan intensa. Lejos de ser un lastre, el deterioro que ha ido sufriendo con el paso del tiempo, principalmente en la policromía de su rostro, le ha dado un aspecto más realista si cabe, hasta el punto de que parece haber envejecido año a año, tal y como hacemos todos los seres humanos. No en vano, su convivencia con el humo de las velas ha desgastado y oscurecido su semblante notablemente y para darse cuenta de ello sólo hay que comparar las estampas de siglos atrás con las de ahora.

Otro rasgo marcado de su expresionismo es la posición de sus piernas. Cuando está subido en el paso y los costaleros caminan con paso firme y decidido, da la sensación de estar andando al ritmo de ellos con una zancada natural y prodigiosa. Si a su rostro inconfundible le unimos esta peculiaridad y el silencio sobrecogedor que le acompaña por las calles de Sevilla, obtenemos como resultado una atmósfera solemne y única. Hay quien dice que cuando se piensa en Jesucristo, la primera imagen que se le viene a la mente es la de Jesús del Gran Poder, aun a sabiendas de que sólo es una de las muchas advocaciones que podemos encontrar en la Semana Santa de nuestra ciudad.

La agonía de El Cachorro

A finales del siglo XVII, vivía en Triana un gitano al que apodaban ‘Cachorro’. Cada día cruzaba el puente de barcas y se dirigía hacia la ciudad para visitar a una mujer. Un payo que lo veía a menudo por las inmediaciones de su casa empezó a sospechar que mantenía un romance con su esposa y sus celos fueron en aumento hasta que su mente explotó. Le esperó cerca de una venta donde el presunto amante solía parar y, sin mediar palabra, le asestó nada más y nada menos que siete puñaladas que le hirieron de muerte. Con el tiempo, las investigaciones policiales demostraron que el gitano efectivamente se veía en secreto con una señora, pero no era una querida, sino su hermana bastarda, a la que no quería desacreditar en público.

El CachorroMás allá del propio crimen, lo verdaderamente significativo de esta historia que entremezcla la leyenda con la realidad es que un joven escultor presenció la escena. Hablamos del utrerano Francisco Antonio Ruiz Gijón, que quedó tan impresionado con la agonía del gitano en sus últimos momentos de vida, que decidió inspirarse en él para tallar el Cristo de la Expiración. Esta imagen fue un encargo de una corporación que acababa de fundarse en las afueras de Triana y que compartía sede con la Virgen del Patrocinio, de más antigüedad. En cualquier caso, poco después, en 1689, ambas hermandades se fusionaron en una sola y establecieron el Viernes Santo como día de salida penitencial.

Desde que llegó a la capilla, el ‘Cachorro’ despertó entre los habitantes de la zona una devoción desmedida y los entendidos en la materia se encargaron de difundir lo extraordinario de sus facciones al otro lado del Guadalquivir. Su rostro representa el momento exacto en el que confluyen la vida y la muerte, cuando los ojos se resisten a cerrarse por última vez. En su caso, mira hacia el cielo, con la cabeza aún erguida y la boca entreabierta y sedienta, mientras la sangre recorre su torso desnudo. A lo largo de los años ha sido restaurado varias veces por distintos imagineros, pero el Cristo de la Expiración no ha perdido un ápice de realismo y desde su cruz nos muestra el camino hacia el otro mundo todos los días del año.

El milagro del Cristo de las Mieles

Antonio Susillo Fernández fue un escultor sevillano nacido en 1855 y criado en la Alameda de Hércules. Un afortunado día de su infancia, estando en la calle, moldeó una figura con el barro que habían dejado las lluvias y la Infanta Luisa Fernanda de Orleans, que pasaba por allí, lo vio y se quedó impresionada con sus dotes artísticas. Inmediatamente lo amadrinó, costeó sus estudios en Roma y París, y, una vez formado, le puso en contacto con clientes respetados de toda Europa. Como no podía de ser otro modo, también dejó su sello en Sevilla, y buena prueba de ello son las estatuas del Palacio de San Telmo, el Daoiz de la Plaza de la Gavidia, el Velázquez de la Plaza del Duque, etcétera.

Sin embargo, debido a las malas compañías (se dice que su segunda mujer era una despilfarradora compulsiva), llegó un momento en el que se vio sumido en la más absoluta ruina, y cuando recibió el encargo de tallar una imagen en bronce para el Cementerio de San Fernando, se aferró a este proyecto como un clavo ardiendo para empezar de cero. Aun así, no pudo sentir mayor decepción cuando, al terminar la obra, se dio cuenta de que había esculpido la pierna izquierda sobre la derecha (al revés de lo que dicen Sagradas Escrituras). Incapaz de asumir su error, decidió ahorcarse en su estudio, aunque otras fuentes apuntan a que se pegó un tiro en la cabeza.

Y llegados a este punto entra en juego la leyenda. Existe la creencia generalizada de que los sevillanos eran partidarios de enterrar su cuerpo en el centro del camposanto, debajo de la imagen que él mismo materializó, pero las autoridades eclesiásticas se negaron, pues ya se sabe que el suicidio no está aceptado por la fe católica. Pese a todo, 30 años después, el debate volvió a la calle a raíz de un artículo publicado en prensa y en 1940, con el beneplácito de la Iglesia y el Ayuntamiento, fue sepultado en dicho lugar. Cuando todo parecía estar en orden, un acontecimiento extraordinario volvió a convertir a Antonio Susillo en motivo de actualidad: el Cristo que había cincelado lloraba.

Lo que brotaba de sus ojos no era agua salada ni tampoco bendita, sino miel. El mismísimo Vaticano se vio obligado a enviar a uno de sus investigadores para determinar si estaban ante un milagro, pero las pruebas concluyeron que las abejas habían formado una colonia en el interior de la imagen. Aun así, desde entonces se le conoce como el Cristo de las Mieles.