Dibujantes de sonrisas

Jorge y César Cadaval se criaron en el barrio de El Tardón (Triana), concretamente, en un pequeño piso de la calle Juan Díaz de Solís junto a otros cuatro hermanos. Pese a que su familia no andaba sobrada de recursos económicos, se formaron en el colegio de los Hermanos Maristas, donde fueron educados por curas y sacaron buenas notas. Sin embargo, nunca llegaron a la universidad, ya que la farándula se interpuso en el camino de ambos y consiguió ‘raptarlos’. Fue en un festival benéfico cuando Carlos, uno de sus hermanos, anunció sin previo aviso a César como un cantaor flamenco apodado ‘Rubichi de Triana’. No le quedó más remedio que salir al escenario e interpretar algunas bulerías, aunque en cuanto pudo se libró de este palo y empezó a imitar a un moro junto a su gran amigo Curro.

Aquel sketch espontáneo tuvo buena aceptación y dio pie a una ronda de actuaciones en pubs. Curiosamente, en uno de ellos, situado en la calle Calatrava, se gestó el germen de Los Morancos. César y Curro estaban realizando una parodia del papa Clemente de El Palmar de Troya cuando Jorge irrumpió con una biblia en la mano haciendo las veces de mormón, provocando una risa contagiosa entre los presentes. Poco a poco el amigo fue apartándose del grupo y dejando solos a los dos hermanos, que empezaron a ser reconocidos en Sevilla. Y no tardarían en dar el salto a la capital de España, ya que en 1984 aparecieron por primera vez en el célebre programa televisivo ‘Un, dos, tres… responda otra vez”.

En cualquier caso, la gran oportunidad de darse a conocer en el panorama nacional les llegó unos meses después, en la gala de Nochevieja de Televisión Española, en la que realizaron una parodia de flamenco en inglés obteniendo un éxito rotundo. A partir de ahí, les llovieron las ofertas procedentes de la pequeña pantalla, del teatro e incluso del cine. Y es que Los Morancos eran y son unos humoristas polifacéticos, capaces de dibujar sonrisas imitando a famosos, creando sus propios personajes (Omaíta, Antonia, Paco…), versionando las canciones del momento (‘Marica tú), etcétera. Y todo ello, siempre llevando a gala sus raíces sevillanas, la gracia andaluza y el arte del sur. 

Triana: sus rincones

Podría decirse que Sevilla y Triana están separadas por un río, pero desde otro punto de vista también podría afirmarse que están unidos por él, ya que la ciudad y el barrio son interdependientes y el Guadalquivir siempre ha sido el mayor denominador común. Cruzar desde la orilla meridional hasta la occidental a través del Puente de Triana implica adentrarse en un barrio con solera para dar y regalar, y la primera parada obligatoria es la Plaza del Altozano, el corazón de Triana y posiblemente el lugar que al que más cariño le tienen los trianeros. Antiguamente era punto de encuentro de los aljarafeños que querían llegar hasta la capital a través del puente de barcas y actualmente alberga un monumento en honor a uno de los mejores toreros de la historia: Juan Belmonte.

Muy cerca de la estatua se encuentra la Capilla del Carmen, pintoresca obra de Aníbal González construida con ladrillo y cerámica, material que siempre ha estado muy ligado al barrio, tal y como corroboran los talleres de las calles Callao, Antillano o Alfarería, que siguen desprendiendo el aroma de la tradición. A tiro de piedra también está el Mercado de Triana, y debajo de él, los restos del Castillo de San Jorge. Las tres arterias más importantes de Triana son las calles Castilla, San Jacinto y Pureza. La primera de ellas está presidida por la Capilla de la O, cobija a numerosos comercios y conserva algunos de los enraizados corrales de vecinos. En la segunda sobresalen la Iglesia de San Jacinto y la Capilla de María Santísima de la Estrella, mientras que en la tercera destacan la ‘Casa de las Columnas’, edificio en el que se formaban siglos atrás los marineros, y la sede de la Hermandad de la Esperanza de Triana.

Pero no todo se encuentra ahí. Triana no sería lo que es sin su calle Betis, cuyas maravillosas vistas suelen ser objeto de deseo de todas las cámaras fotográficas, sin su calle Pagés del Corro y su Convento de las Mínimas, sin su ‘catedral’, es decir, sin su Iglesia de Santa Ana, sin su Barrio León, sin su Tardón, etc. Y es que Triana es más grande de lo que dicen los mapas y tiene más lugares de interés de los que se pueden enumerar sin parecer reiterativo.