Los doce ‘apóstoles’ de Sevilla

Antonio de Orleans, duque de Montpensier, encargó un grupo de doce esculturas a Antonio Susillo para rematar el Palacio de San Telmo, que por aquel entonces (1895) era de su propiedad. El encargo era muy concreto: quería que los doce sevillanos más relevantes de la historia coronaran una de las fachadas (la que da a la calle Palos de la Frontera) del edificio que ahora alberga la Presidencia de la Junta de Andalucía. Nueve de los elegidos habían nacido en Sevilla, mientras que otros tres fueron incluidos porque desarrollaron la mayor parte de su vida en la capital hispalense y también murieron en ella.

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Un genio apellidado Murillo (I)

Con el permiso de muchos otros pintores de gran talento, podría decirse que los dos mejores pinceles que ha dado Sevilla son los de Velázquez y Murillo. Del primero ya hablamos en profundidad hace algún tiempo, (pueden repasar los dos artículos que le dedicamos pulsando aquí y aquí), y ahora ahondaremos en la biografía del segundo. Bartolomé Esteban Murillo –así se llamaba- debió de nacer en las postrimerías de 1617, ya que fue bautizado el 1 de enero de 1618 en la Parroquia de la Magdalena. Su familia, como tantas otras de su tiempo, era muy numerosa, hasta el punto de que él era el menor de catorce hermanos. Su padre alternaba dos profesiones que hoy nos parecen diametralmente opuestas, pero que en su día estaban estrechamente relacionadas: las de cirujano y barbero. Lo mismo cortaba el pelo que practicaba una sangría o sacaba una muela. Por su parte, su madre procedía de una familia de plateros.

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Velázquez: el pincel de Sevilla (Parte II)

En tierras transalpinas vio todo lo que quiso ver, ya que gracias a las las credenciales que llevaba consigo pudo contemplar las obras más bellas del arte italiano, incluso las que estaban fuera del alcance de la gente corriente. Por descontado que no se olvidó de visitar el Vaticano y allí quedó anonadado con los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Así pues, tras un año recorriendo el país de norte a sur, asimilando todo el Renacimiento italiano, Velázquez regresó a España y comenzó su periodo más prolífico. Había alcanzado una madurez extraordinaria y pintaba con pinceladas rápidas y sueltas, lo que los entendidos conocen como estilo abocetado, y un buen ejemplo de ello es ‘La rendición de Breda’. Sus avances técnicos le hicieron prosperar aún más en la corte y en 1643 ya no sólo tenía el privilegiado cargo de Ayudante de Cámara, sino que era también uno los pocos confidentes del rey.

Sin embargo, unos años después, una serie de trágicos acontecimientos hicieron tambalear su posición. Su suegro falleció; su protector, el archiduque de Olivares, fue apartado de la corte; la reina Isabel y el príncipe Baltasar también perecieron; hubo revueltas en Cataluña y Portugal… Se sintió tan abrumado por lo que le rodeaba que pidió permiso para volver a Italia, esta vez, con el propósito de adquirir obras de arte para el monarca. Pero lo más importante que hizo en este segundo viaje fue retratar con maestría al Papa Inocencio X y El resultado fue tan exitoso que otros miembros de la curia papal también quisieron posar para él. Según apuntan algunas teorías, Velázquez también aprovechó su estancia en Roma para entablar una relación amorosa que terminaría dándole un hijo ilegítimo, y es muy posible pintara la erótica ‘Venus del espejo’ inspirándose en su amante. Sea como fuere, Felipe IV se impacientó con su prolongada ausencia y le ordenó volver a España en 1651.

Con 52 primaveras a sus espaldas, Velázquez se encontraba ya en la última fase de su vida y tenía ya casi tantas obligaciones burocráticas como pictóricas tras haber aceptado el puesto de Aposentador Real. No obstante, esto no le impidió realizar en esta época dos de sus obras más conocidas: ‘Las meninas’, en la que se autorretrató junto a Margarita de Austria y sus sirvientes, y ‘Las hilanderas’, un lienzo enigmático en el que aparecen cinco mujeres preparando lana. Cuando empezó a intuir que su final estaba cerca, el sevillano se afanó en ingresar en la Orden de Santiago, pero su petición fue rechaza al comprobarse que no tenía linaje noble. Tuvo que recurrir a sus dos amigos más poderosos, el monarca español y el Papa, para que ser admitido. Con la tranquilidad que le daba haber conseguido todo lo que se había propuesto en su juventud, en 1660 cayó enfermo y falleció. Nos dejó un legado de 125 obras y Manet le describió siglos después como “el más grande pintor que jamás ha existido”.

Velázquez: el pincel de Sevilla (Parte I)

Si hace unas semanas hablábamos en este mismo espacio sobre Bécquer, uno de los poetas más importantes de la historia de nuestro país, ahora le toca al turno al célebre pintor Diego Velázquez. Ambos tienen como denominador común que nacieron, se criaron y formaron en Sevilla. Nuestro protagonista de hoy fue bautizado el 6 de junio de 1599 en la Iglesia de San Pedro, la actual sede de la Hermandad del Cristo de Burgos, y era el mayor de ocho hermanos. Siguiendo la costumbre andaluza de aquellos tiempos, adoptó el apellido de su madre (Velázquez), que era sevillana, y relegó a un segundo plano el de su padre (De Silva), cuyos antepasados eran portugueses. La familia se movía entre la delgada línea que separa la alta burguesía de la nobleza, aunque hacía grandes esfuerzos para consolidarse en este segundo grupo. De no haberlo hecho, Velázquez jamás habría tenido como maestros a prestigiosos Francisco Herrera el Viejo y Francisco Pacheco.

El segundo terminaría siendo a la postre su suegro, pero a los diez años de edad, cuando Velázquez empezó a interesarse de lleno por la pintura, su única preocupación era iniciarse en el arte, moler los colores y realizar sus primeros dibujos. Así describió su aprendizaje su gran valedor: “Con esta doctrina se crió mi yerno, Diego Velásques de Silva siendo muchacho, el cual tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar”. Con 18 años no tuvo ningún problema para superar el examen que le permitió ingresar en el gremio de pintores y despegar en su carrera profesional.

Velázquez era capaz de hacer retratos exactos con una técnica formal y depurada, pero también de dar rienda suelta a sus sentidos y pintar con un estilo propio e inimitable. Así sorprendió a propios y extraños con sus primeros bodegones con figuras, que nada tenían que ver con los que hacían sus coetáneos. Buena prueba de ello son sus obras ‘La vieja friendo huevos’ y ‘El aguador de Sevilla’, muy reputadas en el ámbito internacional. Su popularidad y su talento fueron en aumento, pero lo que verdaderamente le llevó al estrellato fue un movimiento que se produjo en la corte. Felipe IV, nada más subir al trono, patrocinó a un noble sevillano llamado Gaspar de Guzmán que terminó convirtiéndose en el conde-duque de Olivares. Éste recomendó los servicios de Velázquez y en 1623 le brindó la oportunidad de su vida: retratar al rey. El monarca quedó tan satisfecho con el resultado que ordenó de inmediato que se trasladara definitivamente a Madrid.

Fue nombrado pintor del rey, se le otorgó un gran sueldo y siguió perfeccionando sus métodos estudiando todo el contenido de El Escorial. Su principal cometido era realizar retratos de la familia real, aunque también aceptaba encargos de gente de postín. De este modo, Velázquez pasó a ser para Felipe IV lo que Holbein había sido para Enrique VIII de Inglaterra un siglo antes. Era habitual que repintara sus cuadros, y mientras algunas teorías lo explican con su lentitud a la hora de trabajar, otras fuentes apuntan que se debe a las correcciones que exigían sus superiores para realzar algunos rasgos y la esencia de su poder. Él siempre estaba abierto a escuchar sugerencias y con la visita del afamado Rubens a la corte española, sintió una nueva inspiración que le llevó a Italia para ampliar sus conocimientos.

Diego Velázquez

velazquezDiego Rodríguez de Silva Velázquez nace en Sevilla y es bautizado en la iglesia de San Pedro el 6 de junio de 1599. Su padrino fue Pablo de Ojeda, quizá pintor de imaginería. Sus padres, Juan Rodríguez de Silva y Jerónima Velázquez, eran los dos sevillanos y pertenecían a familias distinguidas con algunos recursos económicos y tradición de nobleza.Este bautizo fue seguido de otros seis de los hermanos de Diego: Juan (1601), Fernando (1604), Silvestre (1606), Juana (1609), Roque (1612), y Francisco (1617), tras el último de los cuales se casa Diego, asegurando la fertilidad familiar.Las calles de la Gorgoja, de la Calceta, de la Morería, de la Vinatería, de la Alhóndiga, y las plazas del Buen Suceso y de la Encarnación, serían los primeros escenarios de los juegos y correrías del Velázquez niño. Gracias a su padre, Velázquez recibió una educación cultivada. Aprendió letras, la filosofía de su tiempo y algunas lenguas, posiblemente el latín, el italiano y, seguramente, también francés, pues se sabe que acompañó a visitantes ilustres y al embajador de Francia. Es posible que se educara en el Colegio de San Hermenegildo, entonces de jesuitas. Pero todos estos estudios no le apartaron de su temprana vocación como pintor.

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