No aparece en los folletos turísticos de Sevilla; no hay indicaciones que nos guíen hacia ella; no posee nada ostentoso que le haga ser famosa… y sin embargo, deja boquiabierto a todo aquel que la contempla. Nos referimos a la Plaza de Santa Marta, un rincón silencioso que se halla escondido en el mismo corazón de la ciudad. Concretamente, en la confluencia entre la Plaza Virgen de los Reyes y la calle Mateos Gago, siguiendo un estrecho callejón que no tiene salida. Más de uno habrá llegado hasta allí de casualidad, tras haber perdido el sentido de la orientación, pero a buen seguro que no se habrá arrepentido de ello.
Y es que la Plaza de Santa Marta no se olvida fácilmente. En primer lugar, por sus diminutas dimensiones, que parecen más propias de una antiguo cuento que de la realidad. Aun así, hay espacio para los cuatro hermosos naranjos que la flanquean y una considerable variedad de buganvillas, jazmines, enredaderas y damas de noche que dejan un aroma apacible. Y justo en el centro, presidiendo la estampa, se levanta una cruz de piedra diseñada por el arquitecto Hernán Ruiz II, aunque rematada por Diego Alcaraz en 1564. Por un lado de ella cuelga un Crucificado, mientras que por el otro hay una Piedad.
La historia de este precioso recoveco arranca a finales del siglo XIV, cuando formaba parte del extinto Hospital de Santa Marta. Más adelante pasó a colindar con el convento en el que se recluyó Doña Inés antes de ser ‘raptada’ por Don Juan Tenorio, según relata la leyenda. Asimismo, durante un buen tiempo estuvo enladrillada e incluso se cerraba por las noches para preservar su encanto, mucho antes de convertirse en improvisada sede de un mercadillo dominical de sellos y monedas en la segunda mitad del siglo XX.